Edición 51
Tres poemas de Luis García Montero al español y a autores españoles
Un idioma
Un Monarca, un Imperio y una Espada
Hernando de Acuña
Oigo una voz, me llaman por mi nombre,
y recuerdo aquel mapa de océanos y mundos
dibujado en el patio del colegio,
que era un charco, un imperio y una espada
en los pobres otoños nacionales,
y se fue deshaciendo con la lluvia
hasta sentirse tierra.
Oigo decir la luz, el árbol, las llanuras
teñidas por el cielo
de una tarde heredada con canciones
en la lengua de Roma,
compuesta y descompuesta,
crecida en español,
como niños vestidos de uniforme
que buscaban dos labios
para sentirse cuerpo.
El idioma, según nos explicaron,
salió del mundo hacia otro mundo,
y regresó con voces de leyenda.
Oigo el vuelo del cóndor en sus sílabas.
Pasa el viento, reúne
los nombres y el olvido,
no respeta el puñal de los kilómetros.
Naciendo de sus muertes y de sus lejanías,
reconoció los puntos cardinales,
comprendió los rumores
de las plazas usadas por la gente,
encontró la violeta del rincón apartado
para que yo viviese
en las calles de Borges y Neruda,
entre Machado y Juan Ramón Jiménez.
La lluvia, que no corta,
pero oxida los filos de una espada,
cayó también sobre el pasado,
como aprendiendo a hablar
en las hojas del bosque.
Oigo una voz,
recuerdo aquellos mapas de colegio.
Más constantes que el odio y la avaricia,
más fuertes que el rencor y las prisiones,
más heroicas que el sueño de un ejército,
más flexibles que el mar,
han sido las palabras.
Las confesiones de don Quijote
Casi nadie me llama por mi nombre,
vulgar y cotidiano como la rebeldía.
Prefieren otorgarme
la nobleza ridícula que yo mismo elegí,
el título de un pobre caballero,
de una triste ilusión,
y me recuerdan hoy
por el delirio de mis noches,
alunado, valiente
en la cabalgadura de los sueños
al confundir gigantes y molinos.
No les resulta fácil
convivir con el nombre de las cosas.
El dolor y el desvelo
convierten los rebaños en batallas,
las cuevas en enigmas
y la fealdad inhóspita en belleza.
Hermosa y respetable es la locura,
como la débil caridad del sueño,
hasta que descubrimos
las razones del Duque,
que invita al soñador y hace volar al loco
para fundar las normas de su corte,
las risas y los pleitos
que pudren corazones cortesanos.
Y ya no somos sombras,
sino cuerpos sin sombras,
ojos sin nadie
que viven en un reino de fantasmas
y han borrado las huellas de sus nombres
con un guante de plástico,
prendidos al vacío,
entre rosales pulcros y espinas bien cortadas,
como el jardín de un manicomio.
Madreselvas y lilas
alrededor de las preguntas
y de las soleadas canciones de los médicos.
Soy Alonso Quijano.
Yo recordé mi nombre en Barcelona,
después de ver el mar, de visitar la imprenta
y descubrir la farsa de mi vida
en la hospitalidad de los que hoy
repiten sin saberlo aquel destino
por el que me humillaban.
Fui derribado por mi propia burla,
cuando el azul del mundo,
en vez de gallardetes y clarines,
gastó la realidad de una palabra
para contar la arena
de los duelos perdidos
con los representantes de la luna.
Esta tare de junio y de San Juan,
en esta solitaria habitación de hotel
que nos buscó el azar de la poesía,
regreso a Barcelona,
a importunarte con mis confesiones,
porque sigues ahí,
en lugar de la ficción,
suspenso una vez más,
delante del papel,
con el bolígrafo apuntando al cielo,
la mano en la mejilla
y el codo en el bufete.
Porque resulta hermosa y respetable
la caridad del sueño,
se han celebrado mucho mis hazañas.
Pero si quieres verme,
más allá de los himnos de mi triste figura,
y saber cómo fui
en el paisaje oscuro de mi tiempo,
o cómo soy ahora
entre las libertades de tu siglo,
abre el balcón y asómate a las Ramblas.
Pasa la multitud, cumple la historia
de sus mercados y sus oficinas.
Hay hombres y mujeres
que cambian de argumento al detener un taxi,
besos que sólo con una frontera
para volver a un domicilio,
colecciones de barcos que se olvidan
en una mesa de café
y gentes consagradas a fundirse
bajo la luz ambigua
en la llanura de sus movimientos.
No montan el caballo de los héroes,
pero están convencidos
de su programación,
de sus constituciones y sus leyes,
igual que yo creí
en mis novelas de caballería.
El retablo del mundo
sustituye las noches
por la historia medida de las noches,
y la luz de los ojos por la sed de las cámaras,
y la piel por un hueco
que las manos dibujan en el aire.
Exígeles a la vida que te enseñe
a distinguir el mar del oleaje
que expulsa los desechos junto a las caracolas.
Al llegar a mi aldea
quise apretar el campo con los dedos
hasta sentir su araña
al lado de mi nombre,
la tarde que resiste en cada sílaba
dorada por la lluvia y el sol de la experiencia.
Volver será el oficio del amor,
incluso en un lugar impertinente.
Regresa tú también,
aprieta con tus manos el silencio
del último rencor
hasta sentir la caracola
que ha guardado la culpa y la inocencia
junto a la voz del mar,
esta canción añil
de los saludos y el adiós
que todavía compartimos.
Y que tu soledad camine por la casa,
vuelva de cuarto en cuarto
dejándose las luces encendidas,
por si alguien las ve,
y no quiere apagarlas,
y pregunta la historia que han escrito en su rostro,
las huellas de su nombre
vulgar y cotidiano como la rebeldía.
Como la rebeldía de la gente
que se atreve a vivir
fuera de las haciendas encantadas.
Rafael Alberti
Así
como pasabas
en el amanecer
de la mitología a los teléfonos
para llamar de pronto,
o de las multitudes al desorden
solitario y esquivo de tu cuarto
en la calle Princesa,
pasas también ahora
de la muerte a la vida,
de los recuerdos al estar aquí,
habitando la mesa donde escribo.
En su rincón más nuestro,
ese que no depende del pasado,
la memoria es azul, y callejera,
y pura realidad, como los versos
que convierten el mar en la nevada
y los ríos de tinta en un amanecer
para que cante el gallo sobre el reino
de la metamorfosis.
Hablamos del amor y la poesía,
tal vez porque este cielo ha decretado
un violeta de Bécquer sobre el mundo,
que guardas en tu voz
como en las páginas de un libro.
Orgulloso de ti,
prefiero los aciertos a la mediocridad
del que cuenta los días y las sílabas
para evitar errores.
Los que han amado mucho
no desmienten su amor
con una mala boda.
Los que escriben poemas necesarios
continúan ardiendo
sobre la leña seca de los libros.
Da igual la perfección,
la irregularidad o la abundancia.
Orgulloso de mí,
vuelvo a ser el muchacho
que te ha visto llegar desde la historia,
con tu mitología
de poetas, república y exilios.
Y llamas por teléfono,
y preguntas la hora,
y sugieres la cita,
conmigo mano a mano,
busquemos otros montes y otros ríos,
para comer al sol de las afueras.
En aquel restaurante del pinar
han subido los precios.
Ahora no puedes invitarme.
Pago la cuenta solo,
pero volvemos juntos en el coche,
y te quedas dormido
sobre el último verso de algún clásico,
o quizás en la cumbre de una rama.
Una vez más me siento el elegido,
mientras el día se disuelve
en el retrovisor
como la inspiración en un poema.
Noticia Biográfica
Luis García Montero (Granada, 1958). es poeta y Catedrático de Literatura Espaí±ola en la Universidad de Granada. Es autor de once poemarios y varios libros de ensayo. Recibió el Premio Adonáis en 1982 por El jardín extranjero, el Premio Loewe en 1993 y el Premio Nacional de Literatura en 1994 por Habitaciones separadas. En 2003, con La intimidad de la serpiente, fue merecedor del Premio Nacional de la Crítica.