Edición 57
Arde Babel: selección de poemas de Camila Charry
Centro de la casa
Finalmente descubrimos que corremos en pos de sombras tan efímeras como inconsistentes y no podemos encontrar nada que sepa satisfacer a la nostalgia…
Arthur Schopenhauer
La casa queda en la frontera.
El salitre sustituye la materia
que los ojos en otro tiempo
llamaron luz.
Sobre la piedra hundida
el salitre, por el peso de la hierba
se coagula.
Hemos olvidado todo.
Quisimos echar el río atrás,
devolverle a los huesos su peso,
recobrar el aire que los suspendió un momento
y los batió ahogados entre la carne.
Pero la casa en la frontera
fue devorada por la hierba
y las fieras la habitaron.
Las vimos acomodarse,
abrir sus fauces,
tajar lo que quedaba.
Nos sucedieron y olvidamos.
La médula rebanada
bien adentro,
siempre fue el centro de la casa.
Cuerpo adentro
El agua mece la casa.
La oscuridad
tren silencioso,
cruza y tantea los huesos.
Los habitantes observan desde los rincones
acostumbrados ya,
al vértigo que les produce
ser la estación de lo que fluye.
Las paredes son de piedra
también los objetos más elementales:
las sillas
la mesa
las camas
los cuchillos afilados por si vuelven las fieras,
también las lámparas que cuelgan de los techos,
manos abiertas,
se encienden cuando la luz las nombra.
Todo lo demás es de carne.
El agua llena todas las habitaciones,
se abre paso a través del cuerpo
y nadie teme,
han aprendido que cuando roce sus cuellos
flotarán
y chocarán los muslos, las cabezas, los pies inertes
(pequeños pájaros que convulsionan en un pozo)
y siempre habrá carne que se afila
contra el borde de las piedras.
El agua mece la casa hasta el amanecer;
luego vuelven las tareas cotidianas:
despertar a los ahogados
servir en los platos minúsculas algas
limpiar con las escobas la oscuridad de los rincones
desprender de los ojos la humedad
las visiones:
carne sobre carne el aliento humano
carne lamida,
despeñada.
La belleza
De lo bello nos conmueve
su feroz manera de palpar
la herida que es el hombre.
Esa es la belleza;
a la intemperie aceptar de ojos abiertos
la vastedad de lo que llega.
Voluntad ciega que nos eleva fuera de los signos,
que nos iguala al parto de las cosas
llamadas a durar apenas el instante
en que se duelen pero cantan.
Lo que arde y fluye
Solo amamos en la vida
las presencias que la cruzan
como mensajeras de otro mundo.
Nicolás Gómez Dávila
En la palabra
el río
corre cuesta arriba
restituyendo el tiempo,
la vida,
lo arrasado.
Pero vivir es el río que regresa
y los derrumbes,
la violencia de los días
donde existe dios.
Un perro nos espera
en ese fondo imposible que desconoce la palabra,
luminoso permanece
en el envés de la vida
y acá hiere su distancia
hiere su canto bajo la lluvia
su agotada carne, su lengua mansa.
No puede la poesía reconstruir huesos y dientes
y el perro nos observa desde ese fondo imposible que es la muerte;
su impulso, sin embargo, lo hace cardinal.
Ciertas cosas
habitan la potencia de lo innombrado,
ciertos abismos en la vida
tocados jamás por el lenguaje,
cosas iluminadas solo desde su interior
de ligera luz
retenidas en su estado de latencia.
A veces desde afuera algo las enciende;
la poesía que en la vida es aliento
nos devuelve a la abertura
a una imagen descuajada de los signos que se llaman;
la palabra a la distancia
que las saca del pasado
y las arranca de su reposada inexistencia.
Pero en esta habitación todo tiene nombre propio;
un perro observa los días ya sin él,
tiene nombre,
pues es propio de la vida nombrar
todo lo que arde y fluye.
Conocemos el pasado de esas cosas solas
que nos miran desde la imposibilidad,
somos lo elegido por su fuerza.
Transcurrimos entre ellas atentos al polvo
que cada semana les borramos,
son la vida
y para ellas nuestro nombre
es una huella dactilar
o la vuelta que les damos para que el sol no las irrite.
Incólumes persisten.
A diferencia de nosotros,
gozan ellas de un piadoso dios
que las salva de la ruina.
Meditación
Aquí fumando,
mal hábito deseado,
el letargo es contingencia.
Estirar la mano entre el humo y el cenicero,
amputar la ceniza y de la incisión
extirpar el signo.
Los malos hábitos
se aprenden a escondidas,
mirar bajo el vestido de una monja,
en el vino encontrar la salvación
y ante el gesto generoso de los hombres
confirmar la inexistencia de Dios.
Pertenece al artificio,
a la civilización,
el escándalo.
Por acá, solo el humo que fluye,
la pena del fósforo que no atina
al cuajo.
Cuánta carne sobre la tierra.
Cuántos coágulos.
Hueso suelto
Es el hueso suelto
una palabra sin nombrar
y en su tuétano
habita Dios de ojos turbados.
Su voluntad es equivalente a la de todo: el deseo.
Y aunque padece las ansias de la carne
más fiero que cualquier mortal,
se retuerce sobre los que aman.
Nada lo conmueve,
quizá la piel brillante
de las jóvenes que tiemblan bajo el temporal
o la incrédula mirada de los que mueren en la guerra,
no los niños, ni los perros
no las madres desgarradas de dolor,
no.
Por eso dicen los que saben:
mejor cantarle a la tiniebla en la montaña
al cardo en el camino
al sol que enciende el hocico de las hienas.
Nada lo complace más
que los hombres hincados
por desear la pulpa abierta,
la víscera rasgada de los otros.
Y cuando todos imploran se hincha;
es el hueso que se llama como él.
Nada hay que más le alegre
que en los templos los hombres
incapaces de humana soledad,
de dolor humano en lo humano.
Lo desaparecido
Ahora que ha bajado la marea
nombramos estos huesos
pulidos por la lengua de la sal.
Son vértebras que el oleaje no sorteó
y brillan sobre la arena calcinada.
Lejos, en el litoral,
la carne flota
resplandece también,
pero su claridad
es la de una flor crepuscular
que aprecia del fondo
la certeza de lo desaparecido.
Revelación
Éramos tres y la calle,
pronunciábamos entre el vino
aquello que nos hace humanos:
el amor, la muerte, el tiempo.
De esquina a esquina
como si ese breve espacio fuera el mundo
y la ebriedad un útero oscuro,
nos mirábamos incrédulos
advirtiendo en el otro
la revelación de esa voluntad voraz,
fortuita
que lo mueve todo.
Se intuye el mundo en lo hondo que se esfuma
desde lo que tiembla vertiginoso en la palabra
lenta e incapaz de acercarse a esa vorágine.
Las calles del ebrio
en perpetua fuga
se caminan hacia el fondo y calladas.
Cuando sobrevienen la vigilia
la resaca, el hartazgo,
probamos otra vez
encajar como una vértebra
en el esqueleto del mundo.
Lección de vida
Un par de moscas
se frotan y copulan contra la luz.
Observamos
fascinados
el deseo en todo lo que existe.
Ayer apenas nacían.
En este instante luminoso
cuando arden
y sus alas se deshacen contra el cristal de la ventana,
sospechamos la vida.
Fuego de los días
De espera en espera consumimos nuestra vida.
Epicuro
Por acá todo es casi fuego a diario,
el perro olfatea en la cocina
las cenizas de la luz;
eso es la desaparición
la ausencia de la lengua sobre el pan,
los ojos que desean lo que se hunde
en el misterio del mundo.
Yo no sé si es bueno nombrar,
yo no sé,
pero a veces
cuando amenaza el fuego lo más elemental,
uno se pregunta si de esa manera debe ser todo.
En la cocina
la tetera canta exasperada
y el olor a hierro quemado es el único vestigio
de un agua seca y reseca,
inexistente
entre el fondo negro de la olla.
Otro día es un cigarro que encuentra entre silbidos
el blanco corazón de la colilla que se ahoga,
allí el fuego es pasado,
certeza limpia.
Así también pasa con el cuerpo
y uno sigue preguntándose
qué lo quemará:
una enfermedad en los pulmones,
un carcinoma,
un balazo, una traición.
Quién sabe qué extraño fuego
acabe esta espera.
Noticia Biográfica
Camila Charry Noriega (Bogotá, Colombia, 1979). Es profesional en Estudios literarios y aspirante a maestra en Estética e Historia del Arte. Ha publicado los libros Detrás de la bruma, El día de hoy, Otros ojos, El sol y la carne y Arde Babel. Algunos de sus poemas han sido traducidos al inglés, francés, rumano, polaco, portugués e italiano. Trabaja como profesora de Literatura española.