Edición 66
Fragmentos de "El lector que releyó a Eugenio Montejo": Robinson Quintero Ossa
Presentamos los tres primeros capítulos de este libro escrito por el poeta colombiano Robinson Quintero Ossa y publicado por la editorial Letra a letra que fue premiado con la Beca para la publicación de autores colombianos del Ministerio de Cultura 2020. En este ensayo, contado en forma de relato, encontramos reflexiones acerca de las diversas lecturas que puede tener un poema y de las inmensas posibilidades creativas de quien lee. También encontramos la intriga y el secreto que se tiende entre dos personas que han caminado por las mismas páginas de un libro.
1
“Siento en el poema unas cosas. Me atrevo”.
Buscaba en las repisas de mi biblioteca Los largos oficios inservibles de Eduardo Chirinos, con la idea de releer una semblanza sobre José Watanabe, cuya escritura tanto estimo, cuando de pronto apareció en la hilera de lomos El azul de la tierra de Eugenio Montejo, publicado en Bogotá en 1997 por la Editorial Norma. El ejemplar –precisé en ese momento– lo había prestado, pero no recordaba a qué persona, como tampoco recordaba la situación en que esta lo había devuelto a los anaqueles. Los libros van y vienen, es difícil seguir la pista de sus travesías; las bibliotecas no conocen el sosiego, se dice. Al respecto agrego que muchos de los volúmenes que más admiro, en los que dejé muestras de mi curiosidad y estudio, están en las repisas de amigos que jamás tuvieron la gentileza –como era su obligación– de devolverlos. Igual pasa, debo confesarlo, con títulos notables e inconseguibles que, siendo ajenos, los tengo en mis armarios.
Tomé el libro y eché un vistazo a sus páginas. En ese momento descubrí que su último lector –ese de quien desconocía su identidad– había cometido el abuso de rayar y subrayar los poemas con lápiz, añadiendo numerosas notas manuscritas y recreaciones de los versos, sin respetar que el tomito le era ajeno y que se le había entregado con sus carillas limpiamente impresas, sin sucios trazados sobrepuestos. Su indiscreción y porfía me molestó. Ante el extenso emborronado no evité pensar en una inolvidable referencia de Emerson, leída en una revista sobre manías y otras obsesiones de lectores, titulada Leer y Releer (número 73, página 20): “No cabe duda de que la biblioteca de un hombre es una de sus más reservadas habitaciones; y he podido observar que los lectores más delicados tienen mucha prudencia en enseñar a los forasteros sus libros”.
En la página de la portadilla, dirigidas a mí –con grafía no tan embrollada como para no ser legible–, desprendido de escrúpulos y justificando su acto, el lector había dejado escritas las siguientes palabras: “Perdóname esto que no es soberbia. Siento en el poema unas cosas. Me atrevo”. Y entre paréntesis: “Luego lo borro”. La nota aparecía sin firma y sin fecha y ningún otro dato asomaba señales sobre la identidad de su autor. El asunto me tomó por sorpresa. ¿Quién se dirigía a mí con tal confianza y al mismo tiempo con tal sigilo, poniéndome ante el reto de descubrir su nombre? ¿Quién me incitaba a leer con ojos más críticos y menos entregados la poesía de Eugenio Montejo?
Puse ojo en los poemas: algunos mostraban signos de interrogación y admiración; otros, en sus litorales o por los interlineados, exclamaciones de disgusto o aprobación, y algunas piezas indicaciones sobre versos y estrofas que el lector consideraba prescindibles. El velado crítico había hecho una lectura morosa y sus apuntes lo mostraban como un inquieto impertinente. Por ejemplo, en la página 13 de El azul de la tierra, en el poema “Orfeo”, que abre la antología, puso con su lápiz una señal de aceptación a la primera parte, la que dice:
Orfeo, lo que de él queda (si queda),
lo que aún puede cantar en la tierra,
¿a qué piedra, a cuál animal enternece?
Orfeo en la noche, en esta noche
(su lira, su grabador, su casete),
¿para quién mira, ausculta las estrellas?
Orfeo, lo que en él sueña (si sueña),
la palabra de tanto destino,
¿quién la recibe ahora de rodillas?
Y a la segunda sección, la que reza:
Solo, con su perfil de mármol, pasa
por nuestro siglo tronchado y derruido
bajo la estatua rota de una fábula.
Viene a cantar (si canta) a nuestra puerta,
ante todas las puertas. Aquí se queda,
aquí planta su casa y paga su condena
porque nosotros somos el Infierno,
un signo de interrogación, como si dudara de la pertinencia de algunos versos, en especial del que dice siglo tronchado y derruido, que califica con una palabra a secas: “literatura”.
Les cuento, apreciados lectores, que en mis varias lecturas de “Orfeo” nunca supuse que el poema pudiera terminar con los versos la palabra de tanto destino / quién la recibe ahora de rodillas, descartando las líneas restantes. Esta era una vuelta de tuerca inesperada. Atendí la sugerencia del intérprete y releí, desprevenido, su invención. La recortada pieza tenía sentido y belleza; para nada parecían hacer falta los siete versos que le seguían.
En “Orfeo” no había un poema, había dos poemas (los veía, uno y otro, contrastados). Y tal vez más de dos –me dije–, según el instinto del lector que se asomara a su impresión.
Mi interés por adentrarme en el significado de las numerosas marcaciones aumentó. Los comentarios sobre los modos de componer de Eugenio Montejo mostraban, en principio, algo de suficiencia y tino. No parecía ser nuestro anónimo comentarista un lector indiferente o despistado, limitado o perezoso: mientras echaba ojo a las planas de El azul de la tierra era difícil seguir el decir del autor sin que se atravesara el decir de sus notas. Su atrevimiento me tramó por completo. Sin duda estaba frente a un apuntador singular, para nada inmaduro ni dominable y en ningún momento dispuesto a asumir su oficio de lector como secundario, ni el rol del escritor como principal. Su figura incógnita tras las grafías y el carácter y decisión de sus valoraciones lo hacía un personaje intrigante y enigmático que excedía en intuición a otros usuarios de obras de poesía. ¿Quién podía estar tras los trazos de correcciones y apuntes? ¿Un crítico literario, un estudioso de poemas, un editor, un joven poeta, un poeta ya entendido, un lector con fino instinto? Tal vez –me dije–, descifrando el carácter de los subrayados, proyectando sus complacencias de lectura, coligiendo sus gustos de composición, descubriría en algún momento la identidad del artífice.
Entonces, en lugar de insistir en la búsqueda de Los largos oficios inservibles para releer las páginas que dedica Eduardo Chirinos al admirado José Watanabe, me incliné por ese otro oficio, quizás también inservible, de repasar con detenimiento, con mirada advertida, junto a los poemas de El azul de la tierra, las tachaduras acusadas en sus líneas y los comentarios inscritos en sus márgenes, escribiendo en mi cuaderno de notas mis propias impresiones como tercero en la conversación. Era mi respuesta decidida, mi réplica impostergable a quien, incógnito y desafiante, dejando expuestas sus revisiones y retoques, proponía un diálogo abierto acerca de la invención del poeta venezolano sobre las mismísimas páginas que la imprimían.
2
“Como que sí, como que no”
Luego de reparar en el poema “Orfeo”, el comentarista de El azul de la tierra fijó su curiosidad en “Elegía a la muerte de mi hermano Ricardo”, impreso en la página 14. Su lápiz puso un signo de interrogación junto a la tipografía del título, como poniendo en duda la fortuna del texto y, versos más abajo, en un mal trazado círculo, destacó las líneas Mi madre estuvo una semana muerta junto a él / y regresó con sus ojos apaleados / para mirarme de frente. En seguida, el lápiz dibuja una flecha que, partiendo del amorfo redondel, lleva al lector a una nota en la plana opuesta que dice “¿Ojos apaleados?”, como si el pesquisante hallara el adjetivo “apaleados”, para ir junto a “ojos”, exagerado e inadecuado. Luego aparece, en la parte inferior de la página, la siguiente observación: “Rel. [que imagino significa releer]. Estos que tienen interrogación en el título… como que sí, como que no”, confirmando mi sospecha de que el poema no lo complacía por completo.
Meditando en estas precisiones asaltó mi pensamiento una frase de oficio que sugiere que un poema tiene tantas interpretaciones como lectores lo consultan. Así, pues, “Elegía a la muerte de mi hermano Ricardo” bien podía desencantar al desconocido comentarista como maravillar con plenitud a otro lector. Es sabido que la buena poesía no juega a decir impresiones precisas e incuestionables, versos para el deleite unánime, formas acertadas para todos. En el juego misterioso y desconcertante de la lectura de un texto en verso trasciende lo dicho y lo callado, el signo y el gesto, lo equívoco y lo inequívoco; hay zonas de luz y hay zonas de sombra. Es difícil que distintos lectores se asomen a sus formas y asuntos captando los mismos sentidos, expresando intensidades consonantes.
Pero, ¿qué otras posibles razones hacían que “Elegía en la muerte de mi hermano Ricardo” fuera para mí un texto afortunado y no tanto para el misterioso crítico? Conjeturé circunstancias. Tal vez el estado de ánimo de este individuo, el que transpiró al momento de la lectura, no se avino con el temple emocional del poema: en muchas ocasiones la recepción de un texto depende del instante en que se lea. La lectura de poesía, como su escritura, es un ejercicio de inspiración, nunca un vicio mecánico. Por igual supuse: quizás su experiencia vital no era tan honda –pese a que sus juicios demostraban lo contrario– como para captar la gravedad de la escena que el texto representa.
Era posible, así mismo, que la traza de sus lecturas no fuera lo suficientemente avisada como para intuir las sugerencias más sutiles de la composición. O, de pronto, el enigmático individuo sí tenía ese bagaje –¡todo decía que tenía ese bagaje!–, pero su predilección por una poesía de estilo y tema diferentes pesó cuando leyó las estrofas de Eugenio Montejo.
Otras contingencias cabían. De hecho, el entorno que rodeó la lectura: el clima y el paisaje, la luz que cayó sobre la página, el sonido ambiente, el momento de ánimo: ¿sería el secreto comentarista un maniático insufrible, un neurótico excesivo? Cabía por igual suponer que la tonada y el tema del último libro leído resonara aún en su sensibilidad, distanciando otros ecos: nostalgias de lecturas. Argumento esta última presunción sumando que, en mis andadas de lector principiante, muchas veces disgusté la lectura de los poemas pictóricos de Wallace Stevens porque en ese momento el aliento del verso épico de Walt Whitman resonaba en mi memoria. Son cosas que suceden.
En fin, toda casualidad era probable para que “Elegía en la muerte de mi hermano Ricardo” fuera para el lector que releyó a Eugenio Montejo un poema apenas resarcible, cuando para mí permanecía apreciable. Como insinué párrafos atrás, es difícil que distintos lectores obtengan exactas o similares percepciones de una pieza, pues surtidas son las variables que inciden en su aceptación o negación. O incluso, desprecio. Sobre esto último, lector, toma nota del siguiente ejemplo. En un extracto del Diccionario de frases injuriosas de Collin Jarman –publicado en 1992 por el diario bonaerense Diario de poesía (No. 41), con traducción de Mirta Rosemberg y Daniel Samoilovich–, lo que sigue decía del destacado poeta Samuel T. Coleridge el también destacado filósofo (y satírico) Thomas Carlyle:
“Nunca he visto semejante maquinaria preparándose para pensar, y tan poco pensamiento. Monta andamios, instala poleas, trae baldes, reúne todas las herramientas del vecindario con esfuerzo, ruido, exhibiciones, preceptiva, y alza… tres ladrillos”.
3
“El lector infrecuente” y “El lector en la sombra”,
Reflexiono sobre los apuntes de lectura que rebosan las páginas de los libros y vienen a mi memoria las palabras de George Steiner acerca de lo que significa leer bien, escritas en su sereno y lúcido ensayo “El lector infrecuente”, que estudié en un sobrio cuadernillo publicado por la universidad central de mi ciudad, ya citado en estas planas, titulado Leer y Releer (2004, número 35). En el ensayo, en la página 12, Steiner sostiene que leer bien es “contestar al texto, ser equivalente al texto, es embarcarse en un intercambio total”, bien sea corrigiendo y enmendando errores tipográficos, o bien subrayando y poniendo notas marginales al impreso, pues en “cada acto de lectura completo late el deseo de escribir un libro en respuesta”. Añade Steiner que, provisto de un lápiz, quien replica al texto afirma su personalidad y, consciente o no, abre un diálogo furtivo, abierto en el tiempo.
Después, imagino yo, esa réplica escrita en el borde de una página, esa discreta opinión, vuelve con el libro al retiro sosegado de los estantes, permanece oculta por días, meses, años, posiblemente décadas, hasta que un día otro pretendiente pide el título en consulta y, ojeando, la percata. Entonces pasa que, o dimite de contestar a ella por cualquier razón –porque le disgusta la intromisión del anterior usuario, porque le resulta vacuo ripostar a una acotación precaria o porque no encontró qué ripostar– o, como dice Steiner, responde y se embarca en una reciprocidad íntegra.
Las notas manuscritas que se encuentran en los libros provocan en los buenos lectores una irreprimible curiosidad. No digo nada nuevo: un lector toma un ejemplar salpicado de apuntes y de inmediato se pregunta por el talante de quien los cometió y por las razones que lo llevaron a destacar o desestimar un párrafo, un renglón o una palabra. Se pregunta, suscitado por la imaginación, por ejemplo, cuál es la posible vocación del anotador, cuáles son sus gustos de escritura, qué lo inspiró a rayar. Para el que lee, las marcaciones son aviso, además, de la experiencia bibliográfica de ese desconocido apuntador, de su instinto de pensamiento y de la holgura de su ánimo al momento de consultar. Así mismo, las glosas al margen provocan en quien repara en ellas –muchos escritores y leedores lo han manifestado– un irrefrenable deseo de responder a ese comentario que el lector dejó manuscrito, bien para el autor del libro o para quienes siguen en la fila de lectura, bien para ambos. Es una tentación inevitable que seduce a asentir o contradecir con convencidos o hipotéticos argumentos lo que otro especula. En la página 20 de “El lector infrecuente” lo dejó escrito Steiner: un buen lector “es un hombre que lee con lápiz”.
Esa misma excitación por conversar sobre los litorales de las planas me asaltó cuando descifré las marcaciones en El azul de la tierra de Eugenio Montejo. Fue un deseo instintivo, ansioso por rayar su argumento alrededor de la tipografía. Es más, sospeché que el libro me esperaba de antemano, apretado entre los colmados anaqueles, para cumplir con mi papel predestinado: hacer parte de ese “intercambio total” de que habló Steiner, unirme a ese diálogo abierto en el tiempo sin otro interés que el de responder con sensibilidad y criterio a quienes manuscribieron, cautivados por el mismo deseo irresistible, con emoción y razonamiento.
En mis cavilaciones llevé el asunto del “intercambio total” a otro escenario. Pensé, ya no en la reacción del usuario que tropieza con un libro anotado, sino en la resistencia del escritor que descubre un ejemplar de su obra señalado a lápiz por un lector perspicaz. Me dije: tal vez el autor de marras examinaría detenidamente cada insinuación tomándosela para sí con la mayor cautela, reparando también en aquello que el sigiloso visitante dejó sin retoques. Deduje en ese instante que de pronto, empujado por la contrariedad –retomando la hipótesis de Steiner–, en el antedicho escritor también latiría, y con fuerza, por más que quisiera desplantar la crítica adversa, el deseo de escribir un libro en respuesta a las glosas de su comentador.
En estas distracciones llegaron a mi retentiva de consultor de catas literarias las señales de Fabio Morábito en “Subrayar libros”, páginas de El idioma materno (2014). Vale la pena atenderlas:
Un día tuve que pedir un libro mío en una biblioteca universitaria para verificar un dato. Descubrí que el ejemplar estaba profusamente subrayado. La cosa me halagó, por supuesto, pues los subrayados son la evidencia de una lectura acuciosa y apasionada. Muy pronto, sin embargo, me invadió una sensación ambigua que se tornó francamente fastidiosa. No estaba de acuerdo con los subrayados. Mi anónimo lector había pasado por alto pasajes que me parecían muy remarcables, y resaltado en cambio líneas meramente operativas, inertes. Me hallé en pugna con mi propio libro […] aquel que hubiera querido escribir y que, solo ahora me daba cuenta, había escrito a medias.
La despojada confesión del poeta mexicano, que encontré en mi bandeja de WhatsApp (oro puro en un sumidero de recados), documenta el hecho de que los que subrayan escriben otro texto al interior del libro que leen, “fundan una república autónoma” […] y, como concluye Morábito, se convierten en “un segundo autor”. Similares estas abstracciones a las que presenta Antonio Muñoz Molina en su ensayo “La sombra del lector”, del que me enteré en 21 ensayos, una selección de la ya recitada revista Leer y Releer (2015). En la página 72 de esta compilación, el escritor español perfila la figura del “interrogador impertinente”, del leedor que, mientras descifra una novela, cuestiona de continuo a su autor sobre distintos asuntos de la composición, imagina parecidos entre los personajes de la obra y los de la biografía del creador y supone, por ejemplo, diferentes resoluciones para la trama, distintos caracteres para las fichas del reparto, hasta armar su propia novela. Menciono esto último porque en el caso del comentarista de El azul de la tierra su “sombra de lector” se extendía de manera parecida sobre los poemas de Eugenio Montejo. Este, al igual que el “interrogador impertinente” descrito por Muñoz Molina, mientras descifraba los versos del poeta venezolano, consciente o inadvertido, suprimía renglones, trastocaba estrofas, imaginaba nuevas líneas, distintas resoluciones, hasta inventar su propio libro de versos.
¿Quién era el “interrogador impertinente”?
Noticia Biográfica
Robinson Quintero Ossa es poeta, ensayista y periodista literario. Licenciado en Comunicación Social y Periodismo por la Universidad Externado de Colombia. Libros de poemas: De viaje (1994), Hay que cantar (1998) y La poesía es un viaje (2004). Ediciones Catapulta publicó en 2006 su breve antología de oficios El poeta es quien más tiene que hacer al levantarse, y La Universidad Externado de Colombia, en 2013, en su colección "Un libro por centavos", la selección de poemas Los días son dioses. Ha publicado libros de investigación literaria y de periodismo literario. Sus obras de ensayo son: "Un panorama de las tres últimas décadas" para el libro Historia de la poesía colombiana (2009), junto a Luis Germán Sierra, y Libro de los enemigos (2013) “Beca de Creación en Ensayo, Alcaldía de Medellín 2012". Como director de talleres literarios, ha trabajado para la Casa de Poesía Silva, las bibliotecas públicas de Comfenalco-Antioquia, el Taller de Letras de la Fundación Jordi e Serra. En la actualidad orienta los talleres de creación literaria La máquina de cantar y compone, junto a Fernando Linero, el grupo musical El poeta canta dos veces.