Edición 64
Elisa Díaz Castelo: Poesía de México
Escoliosis
En la búsqueda de la forma,
se me distrajo el cuerpo. Es eso,
nada más, asimetría.
La errata vertebral,
el calibraje óseo,
la rotación espinada. Es el hueso
mal conjugado.
Es una forma de decir
que a los doce años
ya se ha cansado el cuerpo.
Es la puntería errada de mis huesos,
la desviada flecha.
No es lo que debiera, mi esqueleto
quiso escapar un poco
de sí mismo. Se le dice escoliosis
a esa migración de vértebras,
a estos goznes mal nacidos,
hueso ambiguo.
A esa espina
dorsal
bien enterrada.
A los doce años se me desdijo el cuerpo.
Porque árbol que crece torcido, nunca.
Porque mis huesos desconocen
el alivio
de la línea,
su perfección geométrica.
Me creció adentro una curva,
onda,
giro
de retorcido nombre: escoliosis.
Como si a la mitad del crecimiento
dijera de pronto el cuerpo mejor no,
olvídalo, quiero crecer para abajo,
hacia la tierra. Como si en mi esqueleto
me dudara la vida, asimétrica,
desfasada de anclas o caderas,
mascarón desviado, recalante.
Mi columna esboza una pregunta blanca
que no sé responder. Y en esta parábola de hueso.
De esta pendiente equivocada. De lo que creció
chueco, de lado, para adentro.
Se me desfasan
el alma
y los rincones. Mi cuerpo:
perfectamente alineado desde entonces
con el deseo de morir y de seguir viviendo.
Si las vértebras, si la osamenta quiere, se desvive,
rota por no dejar el suelo. Si se quiere volver
o se retorna, retoño dulce de la tierra rancia,
deseo aberrante de dejar de nacer
pronto, de pronto, con la malnacida duda
esbozada en bajo la piel, reptante.
Paralelamente. No es eso
no es
eso
no
eso no,
no es ahí, donde ahí acaba,
donde empieza el dolor empieza el cuerpo.
Si se duele, si tiembla, al acostarse
un dolor con sordina, un daltónico dolor vago,
si el agua tibia y la natación, si la faja
como hueso externo, cuerpo volteado,
si los factores de riesgo y el desuso,
si el deslave de huesos. Es minúsculo
el grado de equivocación, cuyo ángulo.
A los doce años se me desdijo el cuerpo,
lo que era tronco quiso ser raíz.
Es eso, el cuarto menguante,
la palabra espina, la otra que se curva
al fondo: escoliosis. Es el cuerpo
que me ha dicho que no.
(De Principia, Tierra Adentro, 2018)
Credo
Creo en los aviones, en las hormigas rojas,
en la azotea de los vecinos y en su ropa interior
que los domingos se mece, empapada,
de un hilo. Creo en los tinacos corpulentos,
negros, en el sol que los cala y en el agua
que no veo pero imagino, quieta, oscura,
calentándose.
Creo en lo que miro
en la ventana, en el vidrio
aunque sea transparente.
Creo que respiro porque en él pulsa
un puño de vapor. Creo
en la termodinámica, en los hombres
que se quedan a dormir y amanecen
tibios como piedras que han tomado el sol
toda la noche. Creo en los condones.
Creo en la geografía móvil de las sábanas
y en la piel que ocultan. Creo en los huesos
sólo porque a Santi se le rompió el húmero
y lo miré en su arrebato blanco, astillado
por el aire y la vista como un pez
fuera del agua. Creo en el dolor
ajeno. Creo en lo que no puedo
compartir. Creo en lo que no puedo
imaginar ni entiendo. En la distancia
entre la tierra y el sol o la edad del universo.
Creo en lo que no puedo ver:
creo en los ex novios,
en los microbios y en las microondas.
Creo firmemente
en los elementos de la tabla periódica,
con sus nombres de santos,
Cadmio, Estroncio, Galio,
en su peso y en el número exacto de sus electrones.
Creo en las estrellas porque insisten en constelarse
aunque quizá estén muertas.
Creo en el azar todopoderoso, en las cosas
que pasan por ninguna razón, a santo y seña.
Creo en la aspiradora descompuesta,
en las grietas de la pared, en la entropía
que lenta nos acaba. Creo
en la vida aprisionada de la célula,
en sus membranas, núcleos, y organelos.
Creo porque las he visto en diagramas,
planeta deforme partido en dos
con sus pequeñas vísceras expuestas.
Creo en las arrugas y en los antioxidantes.
Creo en la muerte a regañadientes,
sólo porque no vuelven los perdidos,
sólo porque se me han adelantado.
Creo en lo invisible, en lo diminuto,
en lo lejano. Creo en lo que me han dicho
aunque no sepa conocerlo. Creo
en las cuatro dimensiones, ¿o eran cinco?
Creí fervientemente en el átomo indivisible;
ahora creo que puede
romperse y creo en electrones y protones,
en neutrones imparciales y hasta en quarks.
Creo, porque hay pruebas
(que nunca llegaré a entender),
en cosas tan improbables e ilógicas
como la existencia de Dios.
(De Principia, Tierra Adentro, 2018)
Sobre la luz que no vemos y otras formas de desaparecer
Hay estrellas hasta que se acaba la vista,
estrellas hasta que se cansa la luz, hasta que la luz
no alcanza, dicen, más allá de eso, incluso,
donde no podemos ver, estrellas,
sigue el universo inalterable, siguen
galaxias de entumidas espirales,
porque la luz no llega, porque la luz no alcanza,
estrellas hasta que se nubla la vista,
hasta quién sabe dónde y después
aún, o eso dicen, estrellas; así
con mis ausentes, no
los muertos, los que viven
aunque no los vea, despejan
la mesa en casas que no conozco,
con un gesto cansado toman una manzana,
se abrochan las agujetas, no lo sé de cierto pero
puedo deducirlo, que andan por ahí
disfrazados de incógnitos, se saben de memoria
calles que nunca he visto, sus lenguas tocan
palabras de otras lenguas, concretos, afincados
en sus pies y en sus manos, se animan
por la nueva película y absueltos
rompen tazas y vasos y miran
sus reflejos sin sorpresa,
son como muertos, son como fantasmas,
pero más torpes, más tibios,
viven tanto como antes, tantas horas,
días completos, todos los minutos de corrido,
cada segundo de cobre en el reloj de la iglesia,
igual, les falta el cambio, se desesperan,
se les hace tarde
y cuando los recuerdo
no son quienes son,
son quienes eran, los verdaderos,
no esos farsantes que existen
a mis espaldas, sino
espectros de años abajo,
a contracorriente, su dulzura
de manos y palabra, de obra y omisión,
de juramentos que se han pasado un poco
de la fecha, se han tornado ácidos,
ligeramente malolientes,
por mi culpa, por mi gran culpa,
ni siquiera en la soledad estamos solos,
los ausentes andan por ahí
con su caminar de autómata,
de forma oblicua siguen en el mundo,
se levantan, se cepillan el pelo,
qué cansancio,
el mundo que no vemos
sigue precipitándose y existe,
por lo menos los muertos
son más congruentes,
se aferran uñas y dientes a sus tumbas,
se llenan el nombre de ceniza,
sus huesos son de piedra,
se ahuecan en la duda, en la certeza,
y no les amanece nunca,
les crece un poco el pelo, las uñas,
pero nada más y nada grave,
no andan por ahí pintándose los labios
saludando de beso en la mejilla,
no andan por ahí recordando sus sueños
y olvidándome un poco, y pensando
que ésta que soy ahora no es la misma,
no andan por ahí llamándome farsante,
recordando a la otra, y olvidando
mis lunares, uno a uno, estrellas
que se alejan, cuya luz ya no alcanza.
(De Principia, Tierra Adentro, 2018)
Sola dosis facit venenum
Casi todo mata, a largo plazo, y en ciertas cantidades.
Por ejemplo, el perejil, primo domesticado de la cicuta,
la nuez moscada, alucinógena, y la canela de Cayena,
que adelgaza la sangre. Todo,
hasta lo más dulce, tiene su envés de asesinato.
De la dosis nace el veneno. Las cosas maldicen
al filo de su sombra. Por ejemplo el agua
purificada con yodo, y el oxígeno mismo,
incluso, sí, el aire
que nos permite vivir al mismo tiempo
y poco a poco
nos carcome. Es cierto. Se puede
morir de agua, de aire, sueño.
No hay manera de no errar
y lentamente
todos nos suicidamos a nuestro modo.
Pero no podría ser de otra forma,
es necesario que cada cosa se venza a sí misma,
que cada vida procure su aniquilación.
Nosotros dormimos lado a lado, a veces
nuestra respiración acompasada, a veces
mi cuerpo es casi el tuyo. Coincidimos.
Hemos poseído cada centímetro del otro,
nos miramos sin curiosidad y sin esmero.
Esculcamos nuestros recuerdos
y los cedemos sin nostalgia.
Compartimos todo y quizá es demasiado:
hemos comenzado a matarnos mutuamente.
Se pudren nuestras palabras
dulzonas en el desayuno, y en las noches
hablamos de cosas tristes
y nos conocemos cada rincón,
como a una vieja casa.
A largo plazo, quizá será como perdernos
poco a poco, día a día, morir en y para el otro,
pero sin drama y sin ahínco.
Pero si así no, cómo y qué,
sería absurdo bajar la dosis.
Mejor seguir paso a paso
el instructivo torpe
del amor eterno.
Noticia Biográfica
Elisa Díaz Castelo (Ciudad de México, 1986). Ganadora del Premio Bellas Artes de Poesía Aguascalientes 2020 por El reino de lo no lineal, del Premio Nacional de Poesía Alonso Vidal 2017 por Principia y del Premio Bellas Artes de Traducción Literaria 2019 por Cielo nocturno con heridas de fuego, de Ocean Vuong. Con el apoyo de las becas Fulbright-COMEXUS y Goldwater, cursó una maestría en Creative Writing (Poetry) en la Universidad de Nueva York (2013-2015). Ganó primer lugar en el premio Poetry International del 2016, el segundo lugar del premio Literal Latté 2015 y quedó entre los semifinalistas del premio Tupelo Quarterly 2016. Poemas suyos aparecen en Letras Libres, Hispamérica, La Revista de la Universidad, Tierra Adentro, Este País, y Periódico de Poesía, entre otras, han sido incluidos en la antología de poetas jóvenes españoles y mexicanos Fuego de dos fraguas, en la antología Voces Nuevas 2017 de la Editorial Torremozas y en la antología Liberoamérica (España). Ha sido becaria del programa Jóvenes Creadores del FONCA en los periodos 2015-2016, 2018-2019 y de la Fundación Para las Letras Mexicanas (2016-2017, 2017-2018). En 2018 fue seleccionada como una de las dos poetas jóvenes de América Latina invitadas al Festival Internacional de Poesía que se celebra en Trois Rivières.