Edición 63
Un sonido que tenía el ancho de todas las cosas: música en la poesía de Ígor Barreto
La música necesita del silencio como las palabras del espacio en blanco de la hoja. También el oído se vuelve agudo en la oscuridad en que vacila la mirada o en los espacios abiertos en que se alcanzan a percibir sonidos apartados. De pronto el cuerpo es un pabellón acústico que se expande y logra llegar a los lugares donde los ojos renuncian ante la falta de nitidez. Tal vez por eso la llanura venezolana ha sido una escuela para el oído del poeta Ígor Barreto, por aquella amplitud que le traía mensajes y conversaciones que se daban a kilómetros de distancia. Como un cazador inmóvil que escondido entre los árboles percibe el menor crujido de las hojas, así Barreto permanece atento y anota el timbre de un arpa llanera o el ronquido del motor de una lancha que se aproxima.
En el libro El llano ciego (2006), en una de esas páginas que parecen partes de un diario en que se mezclan poesía y confesión, Barreto anota la relación entre el ejercicio auditivo y la creación, a manera de arte poética: “Mirar, y al hacerlo, poner toda la intensidad del que está escuchando con sobrada atención. He ahí la respuesta (me dije): mirar como el que escucha. Relacionar la vista con aquel sentido, el del oído, que para San Juan de la Cruz era el más espiritual de todos. Así, el mundo representado en el poema adquiría mayor profundidad y su imagen resonaba con emoción humana”.
Lo que la mirada capta de manera fragmentada, se completa con los espacios que ocupa el sonido, por esas capas de materia sutil que viajan por el aire y hablan de las cosas y los seres en su estado musical. Ondas físicas, como ondas de radio, que se proyectan al espacio desde el más mínimo impulso eléctrico proferido por una porción del sistema nervioso de cualquier ser vivo. Impulsos eléctricos del corazón, sonidos del sistema circulatorio, de la respiración, de la digestión. Ondas de calor que se reflejan de una piedra calentada todo el día por el sol, y por la rama que se parte y cae al agua provocando un circuito de ondas que altera al banco de peces en reposo. Un tejido de vibraciones que provienen de las partes más altas de los árboles y las montañas inaccesibles a la mirada. Ruidos de caverna, del rozamiento de la tierra, de glaciares que se resquebrajan a kilómetros de distancia. Rugidos de animales, cigarras sin nombre, plantas que rompen la cáscara de la semilla en la noche más oculta. De ahí que el poema, como dice Barreto, se torne profundo, porque el poeta gracias a las imágenes sonoras, acumula todo un material espiritual que en el momento de ser representado lleva esta huella, una marca que para Kandinsky se trataba de “lo espiritual en el arte”, esa vibración que se imprime en el lienzo o en la página.
Para San Juan de la Cruz se trataba de la resonancia de la divinidad dentro de la condición humana. Así, el Cántico espiritual, provendría de “los ríos sonoros / el silbo de los aires amorosos. / La noche sosegada / en par de los levantes de la aurora / la música callada, / la soledad sonora...”. En la poesía de Fray Luis de León, la música es la manera más directa para llegar al estado original de la creación: “la música estremada / por vuestra sabia mano gobernada. / A cuyo son divino, /el alma, que en olvido está sumida, / torna a cobrar el tino /y la memoria perdida/ de su origen primera esclarecida”. Aunque Barreto prefiera la imagen de un pescador en estado de alerta que la de un monje de claustro, transita un terreno filosófico que hunde sus raíces en preceptos pitagóricos que son el origen de la concepción musical del alma entre los poetas místicos del Siglo de Oro español. Por esta razón, cuando escribe en Soul of Apure que “El alma es un hecho musical y tiene afinación propia. Afinar el alma, volver una y otra vez a revisar su armonía”, estamos ante líneas que podrían ser variaciones modernas de los versos áureos.
Para Georg Steiner, “La idea de que la estructura del universo está ordenada por la armonía, de que hay una música cuyos modos son los elementos, la concordia de las orbitas planetarias, la melodía del agua y de la sangre, es tan antigua como Pitágoras y nunca ha perdido su vida metafórica” (1). Además, fue un concepto muy recurrente en la tradición romántica europea: “los himnos de la noche de Novalis giran en torno a una metáfora de musicalidad cósmica; imaginan el espíritu del hombre como una lira tocada por armonías elementales, y tratan de exaltar el lenguaje a ese estado de oscuridad rapsódica, de disolución nocturna” (2). Por tanto, la idea de armonizar las voces, aunque sean disonantes, o de concertarlas por medio de una composición particular llamada concerto, toda forma musical que mezcle en una maquinaria calculada melodía, armonía y ritmo, parte de la vieja noción de la consonancia entre el alma y las ondas del mundo circundante. Sólo a partir de este acuerdo armónico es posible escuchar la música de los otros, una música similar que sonaría por medio de intervalos consonantes, como los intervalos musicales de cuarta o quinta llamados perfectos.
También en Barreto encontramos el anhelo por alcanzar este sentido de consonancia, cuando escribe “cuanta ilusión al creer que hay una música similar a la nuestra”, o cuando afirma, “atentos escuchamos la música del otro”. De ahí que el silencio sea un elemento fundamental en su poesía, aquella música callada que es la preparación para la plena audición. Fue en esos momentos de mirar con atención la sabana y el río cuando para Barreto “todo era afinar la voluntad y el oído/ Y sólo eso fue en aquel tiempo, / Mi mayor ventura”. Oído que no sólo le descubría el presente sino las voces que mucho tiempo atrás sonaron por los espacios de la llanura. Para él “sólo el oído trae noticias de tiempos que desconozco, / el oído es mi salvación”. Es porque en sus oídos están sus ojos, que Barreto puede percibir “un sonido que tenía el ancho de todas las cosas”, aquella voz penetrante que al mismo tiempo es eco de una memoria colectiva de la llanura, de una música interior que va al encuentro de las otras voces como en el verso de Vicente Gerbasi: “Como el polen que vuela en el viento nocturno / el corazón difunde sus profundos acordes”, o como aquel del poema Bosque de música: “ ¿Cómo olvidar que soy oculta melodía / y tu adusta penumbra voz de los misterios?”.
De manera complementaria, y como eje de la concepción musical del alma, encontramos el ritmo, aquella pulsación implícita a todo acto de escucha y que comienza con la diástole y la sístole. El ritmo es el vértice alrededor del cual las voces giran, o los vértices, en el caso de la poliritmia, gracias a los cuales las melodías se mueven dentro de una forma. Es por eso que afinar la voluntad y el oído es también encontrar el ritmo propio, el ritmo verdadero que los griegos llamaron euritmia, y que para Miguel de Unamuno era necesario hallar por medio de un reconocimiento de los ritmos ajenos o ritmos alienantes a cambio de aquellos ritmos verdaderos gracias a los cuales se pueden hallar ideas auténticas. Según Unamuno, para lograr este estado era necesario atravesar por una metaritmisis o “cambio de ritmo”, una transformación íntima que tocaba la faz más honda de la estructura del espíritu.
Pero dentro de esa tensión vital de los ritmos y los sonidos no todo es consonancia y armonía, porque también hacen presencia aquellos ruidos vagos y difusos de los seres de la naturaleza, cantos asincopados, estridencias, zumbidos, graznidos, trinos y ululaciones que provienen del mundo primitivo y que son las voces predominantes en la sabana y los bosques de galería por los cuales Barreto ha transitado gran parte de su vida. Sonidos que formarían parte de los elementos musicales que Paul Verlaine recomienda en su arte poética: “Antes que cualquier cosa la música, / y para eso busca lo impar, / más vago y soluble en el aire, / sin nada en él que pese o pose. / […] / Nada más querido que la canción gris / en que se unen lo preciso y lo incierto”. Ruidos sugerentes, metálicos, susurrantes, difusos, difíciles de plasmar en una partitura. Barreto encuentra en ellos un lenguaje, otro tipo de escritura. Timbres y sonoridades elocuentes como el agua que cae con la tormenta y se compara con las tesituras del arpa: “En una lluvia como en las cuerdas de un arpa criolla existen tres tonos: la lluvia aguda, el rayo tenor y el trueno grave”. O quizás el ruido de insectos que durante la vigilia parecen embarcaciones oníricas: “El zumbido / de los zancudos / alrededor / del mosquitero / es una lancha /que me sigue / a lo profundo / del sueño”.
Como si fuesen campanas constantes del amanecer, los gallos son ángeles que anuncian la hora de la luz: “En esta hora tercia la noche contiene los cantos de los gallos, almas emplumadas de negror: el gallo lobo, el que se agacha para cantar y lo hace con sentido de lejanía; el gallo que canta con la determinación del Ángel Gabriel espantando las sombras y el que entona como un clarín para ahuyentar el sueño”. En otro pasaje, Barreto vuelve a dar al gallo una connotación sagrada: “escuché de nuevo cantar mi gallo. / Es un ave que canta como el Ángel Gabriel / espantando las sombras, / con cuatro inflexiones musicales bien marcadas”. Cuatro notas que pueden pasar por simples adornos de un paisaje rural, pero que son frases o mensajes para aquel que entabla un diálogo con la naturaleza.
En otro matiz del espectro sonoro, la poesía de Barreto trata el paisaje musical de la cultura llanera. Interesado desde su militancia en Tráfico por una poesía coloquial y de imágenes cotidianas, explora a fondo temas del folklore consignados comúnmente en la canción popular. De esta manera, hace uso de la copla con la que se narran historias y leyendas de la sabana, típicas del Joropo, baile nacional de Venezuela y expresión cultural común a los estados llaneros de Apure, Barinas, Guárico, Portuguesa, Cojedes, Zoátegui, Monagas y Bolívar. Aunque la palabra Joropo se asocie con el baile típico en Venezuela y Colombia, es principalmente el nombre de la fiesta, reunión o parrando.
Bajo estas condiciones culturales y geográficas, podemos imaginar al músico que Barreto describe en el poema "Carama": “En un garito llamado Las Dos Polainas / entró un músico con su llave para afinar clavijas / y quitó la colcha que cubría el arpa. / Morado y gelatinoso estaban el aire y el piso / cuando cantaba un joropo / con benevolencia y mansedumbre: / Aguazales del Apure / cuarentiséis travesías / sabiéndolas navegar / se cruzan en siete días”. Es el arpista o el intérprete del cuatro, aquel personaje que mantiene el pulso de las fiestas, el latido constante en medio de largos días de celebración, desenfreno y rudeza. El músico es el que guarda el ritmo de la llanura.
Además de ser danza y música, el joropo también es canción, como la pequeña copla cantada por el arpista del poema: Aguazales del Apure / cuarentiséis travesías / sabiéndolas navegar / se cruzan en siete días”. Copla característica de la poesía folclórica venezolana cuya fuente esencial es el cancionero popular hispánico (3). Las coplas escritas por Barreto, y que son copiadas o cantadas por sus personajes, son aquellas compuestas por octosílabas, el tipo de copla o cuarteta más abundante del cancionero popular. Con esta estructura encontramos varios versos que hacen parte de una serie de poemas denominados Capillas imperfectas, del libro Soul of Apure:
“A Custodio Martinez lo trasladamos en un chinchorro, dormía bajo el sol y llevaba un hilo de sangre surcando el lóbulo de la oreja. Antes de morir se levantó como si nada hubiese ocurrido, tomó un papel y escribió este poema: Una barca con sus bogas, / Con ornamentos dorados. / Y una serpiente bebiendo / Lo que resta del verano.”
Aunque en menor número, Barreto usa otras formas de versificación popular como en el poema titulado "Ruego de un campesino", en el que, a manera de una cantilena, recurre a una sucesión de versos hexasílabos típicos de la copla llanera: “Me mata el gobernador, / el presidente me mata. / Después de Vicenzio / vino Dominguez / después de Dominguez / Febres Cordero. /Me mata el gobernador, / el presidente me mata. / Cuando caiga mi cabeza, / harán con ella totumas: /beberá Vicenzio / beberá Cordero / beberán ligero / y los Gabaldones / con negras canciones / y Francisco Parra / llegará con garra / y vendrán Ramírez /y vendrán Dominguez / para que los brinden / asarán terneras / hasta que me muera”.
En el poema titulado "Corrío a la muerte de Antonio Mayol", vemos otra de las formas más comunes del folclore llanero: el corrido. Otra modalidad del romance tradicional hispano, cuyo carácter épico-lírico-narrativa recuerda los romances españoles de los siglos XV y XVI (4). En la tradición popular llanera, el corrido es una composición larga compuesta por cuartetas octosilábicas seguidas, cuyas historias recogen leyendas populares como la del Corrido de panapana, El cazador novato, Romance del condolillo, Corrido del gavilán “Jabao”, entre otros. Por ser una forma de todos y de nadie, en que se mezcla lo popular con lo erudito, cada poema entra a ser parte de una región común.
Las coplas de Barreto se podrían mezclar y confundir entre las populares cuartetas llaneras que viajan por los ríos de la llanura, de hato en hato, hasta convertirse en un acervo común. De todos y de nadie aquellos versos como palmas que crecen de manera libre y dan sombra a los baquianos, bajo la sombra anónima de las palabras que terminan por pertenecer a todos: "El ojo del hombre solo / es el de los días severos. / Dieron las seis de la tarde / y seguíamos navegando / por esos bosques fluviales. / La orilla una ceja negra / y el rebalse entre los juncos”.
Referencias
1. George Steiner, Lenguaje y silencio (Barcelona: GEDISA, 1982), 70.
2. Ibídem. Pág. 72.
3. M. Cardona; L.F. Ramón y Rivera; Isabel Aretz; G.L.Carrera, Panorama del folklore venezolano (Caracas: Universidad Central de Venezuela, 1959), 106.
4. Ibídem. Pág. 125
Noticia Biográfica
Víctor Rivera (1980), Popayán, Colombia. Músico violinista de la Universidad del Cauca, Colombia. Integrante de varios ensambles orquestales, de música de cámara y música antigua. Investigador y productor de programas radiales dedicados a la música clásica en la radio de La Universidad del Cauca. Actualmente es Estudiante de Maestría en Literatura en la Universidad Javeriana de Bogotá. Parte de su poesía aparece en el libro Llama de piedra. Poesía contemporánea en Popayán (1970-2010) del Ministerio de Cultura. Ha colaborado en revistas de poesía como La Raíz Invertida, Letralia, Cantera, entre otras. En el 2011 publica con la editorial Gamar, su libro de poemas La Montaí±a sumergida. Recientemente obtuvo el Premio de Poesía Editorial Praxis 2016 por su poemario Libro del origen.