Edición 10
Luis Vidales o el reverso del siglo
Ensayo tomado de Escribir en la niebla, 14 poetas colombianos. Valparaíso ediciones, Granada, España: 2015.
Por: Santiago Espinosa.
El niño y la ciudad burguesa
Cuando se mira hacia atrás, al siglo XX colombiano, una memoria violenta ocupa el lugar de los sucesos. Existe la tentación de entender estas dinámicas desde el absurdo, a la distancia, sólo que estas secuencias tuvieron que vivirse de cerca, en el drama de los sobrevivientes. Resulta una sorprendente paradoja que el mismo siglo tenga su inicio en la poesía con Suenan Timbres (1926) de Luis Vidales: un libro que mira las ciudades con humor, a los hábitos y los pequeños objetos con el ojo del que descubre.
Era el año 1926, a esta palabra la movían transformaciones profundas. Después de cuatro décadas de “Hegemonía Conservadora”, escolástica en las aulas, control casi obsesivo del pensamiento y las aduanas, los jóvenes comenzaban a mostrar su inconformidad con el estado de cosas. Querían el vértigo de la velocidad, entrar en “la terrible belleza” de un mundo que para entonces estaba naciendo. La palabra cambio se imploraba desde todos los ámbitos. Era la sal y el puño de aquellos días aldeanos.
Tal era el espíritu de Los Nuevos. Una generación de intelectuales que nacieron en el cambio de siglo y que supieron adueñarse de los cafés bogotanos con sus sombreros de ala ancha. Los poetas Jorge Zalamea y León de Greiff, el dibujante Ricardo Rendón, los futuros políticos Alberto Lleras y Gabriel Turbay, hablaban de un siglo XX europeo de transformaciones sociales y estéticas. Un siglo XX que para entonces no había entrado en el territorio colombiano. Muchos años después diría el propio Vidales en una entrevista:
“…el mundo estaba en efervescencia. La revolución rusa y los movimientos culturales de la post-guerra se conjugaban con el tránsito del país a su retardado siglo XX…en el ambiente había una poderosa inquietud a la que no era dado sustraerse, entre otras cosas, por el placer que se sentía aceptándola”.
A estos jóvenes los lideraba un hombre de periódicos: Luis Tejada. Un raro caso de sensibilidad y de humor al que le bastaba una rana, un ataúd o una corbata, cualquier objeto era excusa suficiente para darle al universo una vuelta de sentido, sacar a la superficie sus pequeños misterios como a través de un acto de magia. Tejada era, más que un nuevo tipo de escritor, el ejemplo de otro tipo de ser humano. En los giros de su escritura latía un país que nunca terminaría de realizarse, más imaginativo y espontaneo.
Escribía Tejada en lo que podría ser un “evangelio” de sus búsquedas: “el mejor cronista es el que sabe encontrar siempre algo de maravilloso en lo cotidiano; el que puede hacer trascendente lo efímero; el que, en fin, logra poner mayor cantidad de eternidad al instante en cada minuto que pasa”. Y precisamente de eso se trataban sus crónicas. Sorprender a una sociedad anquilosada con la aventura del presente.
Hay en estas crónicas una amalgama de crítica y ternura que nunca volvió a tener la prosa colombiana. Reclamos como “La lección de los guajiros” o “La crisis de la vida intelectual”, la “Elegía a los perros muertos”. Textos inigualables como “La tiranía de la higiene” o “El humo”, “Las transformaciones de la madera”. Más que relatar un suceso estas crónicas le abren al tiempo una fisura, echando a volar lo estático, nos obligan desde un comienzo a mirar de otra manera y desde distintos órdenes.
La pluma que las escribe pareciera no querer descansar hasta llenar las ciudades colombianas de humoristas y los libros de infatigables Tejadas: “yo afirmo que la Higiene se está convirtiendo en una tiranía horripilante y absoluta, contra la cual va a ser necesario revelarse en masa. Ya el pueblo, con su instinto inefable, desconfía de ella, y la odia como a un insoportable soberano, como a un aniquilador de libertades y de tradiciones, que está haciendo del mundo, antes libre, bello pintoresco, una aburridora máquina de matar microbios”.
Una revolución desde las notas del periódico, aquello era lo que fraguaba esta escritura. Puede que Tejada haya escogido la prensa porque precisamente era en ella donde el país salía de sus claustros para entrar en los lenguajes modernos, donde se reunían los transeúntes de todos los oficios para asistir a un nuevo tipo de relaciones. El periódico eran los ecos del gran mundo a dos tintas, hazañas posibles que llegaban desde afuera. Afirma Carlos Vidales sobre estos textos que superan cualquier afán noticioso:
“…en este contexto es que debe valorarse el empuje de “Los Nuevos”, su decidido afán iconoclasta, su desvergonzado empeño en convencer a las gentes timoratas de que lo imposible es lo posible, lo mágico es lo real, lo maravilloso es lo cotidiano y lo permanente es el cambio…la irreverencia pasaba por cuestionar todo lo establecido, por obligar a la gente a pensar lo impensable”.
Así como Ricardo Rendón con sus caricaturas, que hoy vemos como el gesto cómico de un mundo que se corroe, o Tejada con sus crónicas, nadie expresó estas búsquedas en la poesía con un lenguaje tan decidido como Luis Vidales. En contraposición a la hegemonía conservadora, solemne y católica, Vidales ofrecía con Suenan Timbres una ironía que transforma, incluso a través de la inocencia. Una demostración de libertad que profanaba lo establecido desde su médula, especialmente en la manera de entender la realidad.
Vidales, como el Henry Michaux de los cuarentas, despliega su palabra entre los “pliegues”. Deambula y recorre los bordes de las cosas más cotidianas. Y duda, ríe, como el que sabe que el mundo, en su constante devenir, tiene tanto de creación y de juego como de una verdad desnuda. Tal actitud hace que la materia de estos poemas sea, por así decirlo, “maleable”, que la naturaleza deje de ser un ente aislado y bucólico para que el poeta la transforme a través de la imaginación. Contrario al religioso que mistifica lo natural hasta alejarlo por completo, al técnico que ve en los fenómenos un simple medio, esta poesía aprende a relacionarse con la naturaleza desde el juego y la abstracción. Hace de ella “el cuerpo inorgánico del hombre”, como la entendía el Marx de los Manuscritos, no su adversaria o su diosa: “En mi pupila del lado del paisaje/ llevo el monóculo de la luna…”, dice Vidales en su poema “El paseo”.
Estas transgresiones llegan al punto en que queda la sospecha de que estos árboles y estas calles, las sombrillas y los rostros, no han sido percibidos sino transfigurados, movidos por la mirada del poeta con plumillas puntiagudas. Quizás sea por eso que esta poesía se despide del naturalismo pictórico para privilegiar las insondables perspectivas del fragmento, “la armazón de los rostros es el ángulo facial”, dice uno de estos poemas. O que a la manera de los cubistas tornen sus volúmenes hacia la ambivalencia de los sentidos. Aquella visión confabula un mundo donde la cultura y la tecnología, la naturaleza y los hombres, danzan y se transforman como a través de un caleidoscopio: “…en el rompecabezas de la noche/ hay sensación de árboles/ y de calles fluidas/ signos/ de la eterna fuga del planeta…”
Escribiendo poemas en prosa o “mini-ficciones”, quizás por primera vez en nuestro país -lo recuerda Fredy Yezzed en su reciente antología sobre el poema en prosa colombiano, Párrafos de aire-, poemas de verso libre, Vidales le dice adiós a esa cansada melodía de metros y de rimas, la imagen del círculo, para darle paso a una “Música” que se sale de sus goznes. Anda a su libre antojo como un agua secreta que “recorre las aristas de los cuadros/ ambula por las patas/ de los asientos/ y de las mesas…” Fluctuando, librándose de la cultura culta para adentrarse de nuevo en los afanes de la calle, los vocablos se salen de los marcos y las páginas como criaturas amenazantes:
“…Y
horror
del libro empezaron a salirse las palabras
a andar
a arquearse
a deslizarse por encima de mis manos
y se internaron por el inmenso hueco de la vida real
ondulando y retorciendo
sus diminutos cuerpos de gusanos de luz”.
Puede que nuestra poesía vuelva a adquirir en estas páginas su vocación de riesgo, el carácter de aventura que pudo tener antes del español o las cuadrículas cartesianas. Esa sinceridad sólo se vislumbraba en los cuadernos de los niños o en las voces de los locos. Los poemas aparentemente sencillos de Suenan Timbres traen una relación inédita con los libros y con la cultura en general. Vidales recordaría con sus poemas la movilidad del sentido. Que es el lenguaje quien en últimas figura la realidad, no la Real Academia ni la iglesia católica, no el Estado Conservador ni las clases dominantes.
Estos cambios en la mirada, esta poética de juegos y transposiciones, sólo podría ocurrir dentro de una ciudad, bajo un tono marcada y definidamente urbano. Escenas tragicómicas a lo Chaplin, rutinas y equívocos, gags teatrales. Con este libro comenzarían a privilegiarse los hábitos y las relaciones para definir a una persona, no sólo las confesiones de su alma o sus tradiciones. También se inicia una visión social del ser humano, a la deriva de las calles y de su intercambio con los otros, del hombre como espejo de otros hombres en medio de las multitudes. Lo que irrumpe en estos poemas de Suenan Timbres son las agudas transformaciones que aunque de manera tardía, aún más en el caso de Bogotá, deparó “el nacimiento de la ciudad burguesa”, una categoría acuñada por José Luis Romero, y que para muchos historiadores determina el comienzo del siglo XX latinoamericano.
Con la publicación del libro en 1926 (el año en que los aldabones comenzaron a ser reemplazados por lo timbres y de ahí el título), llegaron los escándalos y el debate a los cafés. Hasta la iglesia excomulgó a su autor por decir en su poema “Cristología” que “Jesucristo ha sido siempre/ a través de los tiempos/ el más perfecto/ MAROMERO”, con la graciosa anécdota de que el propio Vidales, en pleno centro de La Capital, comenzó a repartir unas pequeñas tarjetas que rezaban junto a ángeles dorados y letras celestiales: “recuerdo de mi primera excomunión”. El poema del “Maromero” venia al reverso.
En paralelo con el escándalo también llegaría el entusiasmo. Decía emocionado Porfirio Barba Jacob: “va a llegar una época en que la poesía sea de olores, de perfumes y sabores. Luis Vidales está por esa ruta, es el poeta del porvenir”. O ya lo había dicho el mismo Tejada sin ocultar su entusiasmo: “La poesía de Vidales es, en esta primera etapa de su obra, una poesía de ideas, sobria, sintética…y, lo que es todavía más revolucionario y excepcional entre nosotros, las presenta de una manera esencialmente humorística”. Una nueva sensibilidad, decían sus contemporáneos, otra manera de pensar lo poético en una tradición que exceptuando la diatriba política, descontando los versos de Luis Carlos López y al Silva de las Gotas Amargas, se había caracterizado casi siempre por su ampulosa solemnidad, un sino trágico que fluctuaba entre la negación de cualquier riesgo o el suicidio del poeta.
Y aquí hay que tomarse el humor con toda seriedad. Diría Vidales tiempo después sobre la publicación de su primer libro:
“Suenan Timbres es un libro de demolición. Había que destruirlo todo: lo respetable, establecido o comúnmente aceptado…la solemnidad social fue el blanco obligado del humorismo mezclado de ternura de un espíritu de la Colombia profunda…Suenan Timbres, por ello, es una honda protesta contra esa hipócrita gravedad que no entiende la jerarquía sino transferida al estatismo de origen divino”.
Con frecuencia se habla de Suenan Timbres como de un libro fundamentalmente vanguardista, se recuerda que Borges y Vicente Huidobro incluyeron estos poemas en su Índice de la nueva poesía americana, hito de la vanguardia, al lado de autores como Vallejo y Neruda. Eduardo Carranza, poeta de la generación de Piedra y Cielo, diría años después en lo que ya se ha vuelto un lugar común: “es necesario decir que Luis Vidales fue, entre sus contemporáneos, el único que escribió a la altura de su tiempo, el único que se plantó con un libro extraordinario en la vanguardia,” y agrega más adelante: “el único que incorporó a su poesía las nuevas criaturas lucientes de la técnica, la inquietud revolucionaria que surgía con las primeras victorias del socialismo, y los tesoros oníricos que venían de la inmersión freudiana en el subconsciente”.
Por muchos motivos todavía se piensa que un escritor latinoamericano no puede valérselas por sí solo –Octavio Paz hablaba de “un problema de autoestima”-, que si hay una manifestación de sinceridad esta es, paradójicamente, un acto de copia o de superación aldeana. Un poeta como Vidales demostraría lo contrario. Sus poemas serían un fenómeno latinoamericano, cuyos juegos no por novedosos le deben algo al automatismo surrealista, que nunca practicó, o al Dadaísmo y su crítica a lo poético con la que nada tiene que ver la alegría de este libro. Sobre esta clasificación estéril responde Vidales en entrevista con Juan Manuel Roca y Alberto Rodríguez Tosca:
“…aquí no supimos qué fueron Dadaísmo, Surrealismo, Cubismo, Futurismo, sino hasta mucho después porque no nos llegaba información. Y cuando llegaba venía distorsionada. Uno de los cables decía que en una ciudad llamada Lenin, habían matado a un hombre llamado San Petersburgo”.
Al margen del aislamiento o gracias a él, Suenan Timbres es una visión personalísima de su tiempo, no un caso de importación que ni en la economía de los años veinte era del todo posible. Un fenómeno propio, que aun habiendo asimilado giros de la poesía europea, -especialmente de los poetas franceses-, es latinoamericano en la manera en que asimila esas lecturas. Hablar de la poesía como un “cambio de formas” sería desangelar a las palabras de los fantasmas que albergan, quitarles su sentido histórico. No entender la alegría con la que poetas como Vidales, Oquendo de Amat y Oliverio Girondo, Ramón Gómez de la Serna, se atrevieron a voltear los catalejos del sentido para mostrar otras posibilidades para la vida americana. La literatura es más importante que un mero instrumento. Más que una herramienta formal ha sido en muchos casos la única puerta a lo distinto.
En el caso particular de Suenan Timbres creo que lo que hay detrás de esa poesía subversora, de ese lenguaje fresco y directo, es la mirada de un niño frente a una ciudad que está emergiendo. Un niño que ve en los conglomerados de paraguas “un pueblucho japonés” o que habla de “…sombras solas como Gatos negros / que caen de la luna…” Que imagina en los postes de luz “…un viejo buque/ quieto/ con las luces prendidas/ o uno listo para salir del mismo puerto…”
Ahora que digo estas cosas no puedo dejar de pensar en el poeta, llegando desde su Calarcá natal hasta las brumas de Bogotá. Lo veo andando por las calles y el barro, buscando un refugio en los balcones de la llovizna. Quizás sea ahí donde comienza su poesía. En las aventuras de un niño que llega a la ciudad justo cuando esa ciudad inicia sus aventuras modernas. “Me hice poeta urbano cuando vi muchas casas. Fue, en un niño, la fulguración del contraste”, dice Vidales en una de sus entrevistas. Suenan Timbres también sería la respuesta frente a una Bogotá que de espaldas a sus cerros, sepultando los ríos, se consolida en los veintes como símbolo y epicentro de un país desterrado. Una ciudad que a través de la violencia, el centralismo económico, sigue desplazando lo rural para imponer sus dinámicas de manera arrasadora.
Sorprende que La Capital colombiana, una de las 30 ciudades más grandes del planeta, haya adquirido un nombre propio bajo estas circunstancias: un inmigrante que hace del desarraigo materia de su asombro, juego con lo real desde lo más cercano. Que escribe y resiste diciéndonos a todos que no somos más que unos inquietos forasteros, errando en las fronteras del tiempo y el espacio. Una ciudad enquistada en la Colonia y el desprecio. Pobre. Aldeana. Y él era un niño de provincia con sueños de revolución. Quiso darle la vuelta al mundo desde sus inquietantes palabras, y estuvo cerca de conseguirlo. Antes tendría que comprobar con su vivencia la dureza del siglo.
La política y los advenimientos
Cuatro años después de la publicación de Suenan Timbres caería la Hegemonía Conservadora. El partido liberal volvió al poder en el año de 1930, cuatro años después, bajo la consigna de la “Revolución en Marcha”, el presidente Alfonso López Pumarejo introdujo un aire de modernización que impulsó la universidad pública y la seguridad social, privilegiando las ideas liberales en la concepción del Estado. Fue un periodo corto, de seis años aproximadamente, pero fueron los conatos más cercanos a ese salto en el tiempo que proponían Los Nuevos. El país comenzó a relacionarse con el mundo tras un relativo aislamiento de casi medio siglo. Antes de que estos cambios se gestaran en la mente de los liberales, Vidales y Tejada, en reuniones y circunstancias más parecidas a las sociedades secretas descritas por Chesterton, fundaban el Partido Comunista Colombiano. Relata el propio Vidales en su crónica “Cómo nos hicimos comunistas”:
“Tejada y yo siempre andábamos juntos, lo que hacía que mis amigos me llamaran “l`enfant gate” de Tejada…Era aquella época en que la revolución rusa iluminaba el universo, y todos los hombres del mundo querían ir por esa senda, lo que no significaba que no necesariamente quienes así pensaran fueran teóricos consumados. El conocimiento de Marx y de los métodos rusos no se había generalizado…En estas circunstancias, nosotros resolvimos como mejor pudimos nuestros embarazantes problemas. Le dimos al partido, por proposición de Moisés Prieto, una secreta organización tipo masónico, por grados, con sus signos, sus convenciones, sus palabras claves para los momentos de peligro”.
La fundación del Partido era el reflejo de una generación cuya preocupación era el mundo y la vida, no la literatura apartada del uno o desligada de la otra. Aquel “advenimiento del único reinado humano y justo: el del hombre simple, del buen hombre, del hombre” del que habla Tejada, era una imagen que quería salirse de los textos para volcarse en la práctica de la vida. No hay que olvidar que esta poesía era el resultado de un diálogo intenso con la realidad, era frente a ese mundo donde se validaban las esperanzas y contra el que se combatía sin tregua, aún bajo el riesgo de perder todo lo demás que era la poesía misma. Las esperanzas de estos escritores eran las mismas de Bertolt Brecht o Nazim Hikmet, Atila József , César Vallejo, las mismas de Roque Dalton y de Juan Gelman algunos años después.
A la muerte de Tejada, ocurrida con lamentable prontitud, el trágico suicidio de Ricardo Rendón, que antes de dispararse dibujó la trayectoria de la bala sobre una servilleta, el grupo de Los Nuevos se iría dividiendo entre los más moderados, que respaldaban ideas cercanas al Partido Liberal, y los que como Vidales siguieron siendo fieles a las ideas marxistas del Partido Comunista. Vidales fue el primer secretario general de ese partido. Parte considerable de la obra de Vidales, incluyendo su libro La obreriada (1978) y muchos otros poemas que se publicaron sueltos, sería el resultado de una escritura evidentemente política. En general considero que la gran poesía de Vidales es veladamente política. Aquella que encuentra en la ironía y no en la denuncia su capacidad de subvertir el tiempo. Un buen ejemplo es “Número”: “en la interminable hilera de vitrinas/ de las tiendas del mundo/ el número ve y piensa”, poema de Suenan Timbres que recuerda “El Dinero”, un famoso poema de Gonzalo Rojas.
Sin embargo, cuando los versos no se restringen a la consigna del partido, pesan más los silencios que el dictamen, hay momentos de esta poesía evidentemente política que todavía sorprenden, incluso por razones imprevistas. Dentro de esta veta se destacarían “Calendario” y “El Viento”, dos poemas que a pesar de ser pensados como “agitadores” de las circunstancias hoy nos llegan desde una nostalgia corrosiva, transfigurados por la derrota. Después de los muertos y las decepciones, de una revolución que se pensó tan cerca y terminó siendo la encrucijada de tantos anhelos, estos poemas han adquirido a la vuelta de la historia el tono fúnebre de las promesas rotas, como si encontráramos una bandera roja junto al brazo de un joven masacrado.
“Y veo entre mis sueños/ la espléndida mañana/ llegar de un túnel semi-oscuro/ y está recién llegada/ hacia las cinco en punto…”, dice este poema en lo que fue la promesa de un nuevo “Calendario”, pero que en la caída, la derrota, fue la llegada de la noche con sus siniestros relojes, la situación de un proyecto político que muy pronto sería el de los asesinados y los exiliados, los desparecidos, prácticamente en todo el continente. Otro ejemplo aparece en “El viento”, un poema de La obreriada:
“…Es un desconocido este viento que llega.
Desde la prehistoria viene. Cruza las edades.
Toma fuerza en las selvas de hombres, no de árboles.
Crece, crece, ya está con nosotros, y puede pasar,
este viento es suave y sedoso.
Pero es la rebelión este viento, este viento”
Al escribirlo el poeta hablaba de una emancipación próxima, prácticamente inevitable, el fantasma de Marx recorría el mundo. Sólo que a la vuelta de las desilusiones el poema ha adquirido un sentido insospechado. Pareciera que el segundo “este viento” trastocara todos los tiempos para decirnos, “era” rebelión este viento, pero ahora sólo es “este viento”, el viento; mensajero de la ausencia y las promesas rotas. Terminado el poema tenemos la sospecha de que ese “desconocido”, con una mano fantasmal, pasó frente a nosotros borrando el entusiasmo de banderas y consignas, la voz del poeta incluso, y ahora nos queda en su lugar un teatro vacío donde pasan los espectros. El anhelo político se volvió una plegaria por lo irrealizado, podríamos decir hoy con algo de vértigo.
Esta vocación de hombre de partido la habría de seguir Vidales hasta su muerte, ocurrida en 1990. En sus viajes a Paris se presentaba como “marxista”. En 1928 renunció a su cargo diplomático en Génova como protesta por la “Masacre de las bananeras”, una respuesta de izquierda ante el primer acto violento de la derecha colombiana. Fue censurado por sus inclinaciones comunistas a lo largo de toda su vida. Perseguido por las autoridades y arrestado innumerables veces. Tras una temporada en el exilio que pasó en Argentina y en Chile, llegó a un país que le cerró todas las puertas por sus inclinaciones políticas, condenándolo, como ha ocurrido tantas veces en la literatura, a un exilio peor dentro de su propio país.
El político luchaba, resistía en los lineamientos de un partido cada vez más cerca de Stalin y algo más lejos de Tejada. El poeta recordaba, hablaba en la sutileza de las artes plásticas. El político gritaba la esperanza en asambleas y reuniones. El poeta, apartado de todo y de sus propios partidarios, ahondaba sus silencios bajo oscuras habitaciones. Uno anunciaba la derrota del sistema, gritaba la alegría del futuro, otro buscaba en el poema ese consuelo precario, capaz de agujerear las decepciones.
El mensaje del Partido era desafiante, la prueba fueron los arrestos y las persecuciones. Pero quizás fueran más significativos y amenazantes esos advenimientos fantasmales que comenzaban a ocurrir al interior de esta escritura. A espaldas de policías y militantes, Vidales comenzaba a vislumbrar la dinámica perturbadora de su tiempo. Las paradojas y los síntomas regresivos no sólo del sistema sino del siglo, que contagió en su vorágine de fracasos a la protesta misma.
De estos tiempos de soledad, del exilio al “inxilio”, nos quedan momentos extraordinarios como “Presencia del ritmo”, un poema que se acerca como ningún otro a esa poética que nunca escribió. Pareciera que el poeta anunciara la llegada de ese ritmo como el que espera un hilo que lo guíe entre la oscuridad:
“Era un ritmo
no más, entre la palabra y el silencio.
Actuante, tenaz, indicativo, hablando acaso
de mil presencias muertas, un grito sin saliva…
…No es dulce ni es amargo, violento o suave, alegre o triste.
es un ritmo, un ritmo, y ahora ha venido a mi compañía”.
Si La obreriada es un libro para concientizar a los obreros, este poema nos llevaría hacia la honda soledad de los que concientizan. Se sienta a su mesa. Devuelve la dignidad al pan de sus derrotas.
A la alegría de este poema la rondan fuerzas adversas. Son las mismas que dieron al trasto con la esperanza de varias generaciones, hombres y mujeres, artistas o militantes. Hablo de todos aquellos que al no poder transformar el mundo pagaron en secreto con el sacrificio de su personalidad. Pero Vidales resiste, no en vano la presencia casi obsesiva de la palabra “alma” en esta poesía. Encuentra en el poema un conjuro ilusorio para que no se marchite del todo la esperanza.
Otro ejemplo de esta actitud sería “Música de cámara para la aldea perdida”: “Éramos habitantes de una tierra/ donde en guaduas y palmas se hacen verdes los vientos. Los días se tendían en las hojas de plátano/ y el cielo en su molino para todos trabaja”. El poema, escrito en 1964, es un ajuste de cuentas con la Calarcá donde nació. Cuenta Carlos Vidales que Luis Tejada llegó a Bogotá caminando, en ese viaje a pié se trazaba un emblema de las transformaciones del país: “la caminata de Luis Tejada y Abel López desde Armenia hasta Bogotá en 1921, pues, debe verse como parte orgánica de un proceso político que se había iniciado hacia finales del XIX…el retorno de las mayorías liberales al poder”. Agrega Carlos Vidales más adelante:
“…por eso se trasladaron a la capital las grandes fuerzas de expresión del liberalismo, desde las combatientes provincias de la montaña. Por eso afluyeron a la capital los jóvenes literatos y periodistas, para cambiar la mentalidad del país y obligar a la nación, todavía dormida en el siglo XIX, a entrar por la puerta grande del siglo XX”.
Quizás sea este poema a Calarcá el acto del que desanda esos caminos. Reafirmarse en la aventura, así su exilio sea una pérdida irreparable. Entre sus muertos y memorias, desde el pueblo de la infancia del que nace su imaginación, ocurre la respuesta del poeta. Volver al niño que fue así sea en los linderos del poema, de las palabras, para que el adulto que es no se carcoma de ostracismo. Gelman escribía como los niños para no desaparecer también él, víctima de las fuerzas siniestras, “la asamblea del mundo será un niño reunido”, decía, y así lo hubiera querido Vidales también. “Imaginación, hija mía”, escribía René Char desde las trincheras de la Resistencia.
El siglo y los fantasmas
El siglo continuaba en paralelo mientras Vidales escribía. El gobierno conservador volvió en 1946, bajo un régimen de corte autoritario, fascista en lo filosófico, se reprimieron las libertades civiles. El parlamento fue cerrado y la izquierda perseguida. Comenzó a sangre y frío el periodo denominado como “La Violencia”: matanzas nocturnas, cadáveres anónimos bajando por el río; hombres mutilados con la lengua colgándoles del cuello, como una corbata roja. Jorge Eliécer Gaitán, amigo personal de Vidales, quien encarnaba un cambio social tan postergado, fue asesinado el 9 de Abril del 48 liquidando las esperanzas, desatando un día de odio y de furia que el propio Vidales relataría en La insurrección desplomada (1948), lo que terminó por destruir, recuerdo por recuerdo, casa por casa, a esa ciudad de cafetines y tranvías de la que hablaba Suenan Timbres.
Luego llegaría la dictadura militar del general Rojas Pinilla, aclamada primero y repudiada después. El Frente Nacional: un pacto entre los partidos tradicionales en el que por doce años la democracia se volvió una paridad entre barones electorales. Uno de Los Nuevos llegó al poder en 1958, con Alberto Lleras Camargo, pero sus acciones ya no coincidían con sus viejos principios. En los montes, las selvas, en lo profundo del rencor, se fueron consumando las guerrillas, luego las desapariciones y las torturas. Con la aprobación de los poderes centrales grandes terratenientes patrocinaron los primeros grupos paramilitares, comenzó una era de destierros y violaciones, amenazas, una violencia que mató activistas y candidatos políticos, exterminó a movimientos enteros como fue el caso de la UP. Colombia llegó a tener casi cinco millones de desplazados como resultado de esta ofensiva.
La “gloriosa” revolución cubana, empobrecida y paranoica. Escombros de lo que fue una gran marcha, China vuelta una máquina de rentabilidades e inversión extranjera, maquilas, Rusia un imperio de recelos militares, corrupto y persecutor. Hasta Mayo del 68 terminó por reducirse a una mercadería de academias. En medio de un día sin lluvia se derrumbaron los ladrillos de la Unión Soviética, con ellos la agitación que comenzó esta aventura de Los Nuevos. ¿Para dónde mirar ahora? ¿Sobre qué sueño sostenerse?
En su 18 Brumario de Luis Bonaparte, Karl Marx advertía sobre la posibilidad de que los episodios del pasado, ya superados, acechan como fantasmas entorpeciendo el presente de los vivos. Que los personajes de entonces pueden volver a escena, una y otra vez, haciendo que la historia –“la pesadilla de la historia”- se repita como una comedia interminable. “La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos”, escribe Marx, y agrega más adelante en una frase esclarecedora: “cuando estos (los hombres) están dispuestos a crear algo nunca visto, en estas épocas de crisis revolucionaria, es precisamente cuando conjuran temerosos en su auxilio los espíritus del pasado…”
Lo que no pudo predecir Marx fue que esos efectos regresivos también contagiarían su discurso. Y el fantasma del Zar tomaría el cuerpo de Stalin, su dominio central y sus disparos en la nuca. Vemos el cuerpo de Mao travestido por el emperador de las dinastías, vemos sus empresas babilónicas y su ninguneo de las libertades, una revolución cultural tan efectiva como delirante. Hasta las agitaciones latinoamericanas terminaron por encarnar las mismas sin salidas de la Independencia: países dictatoriales que reprimen la diversidad, países colonias desiguales y corruptos. Aquella regresión hizo de muchos revolucionarios los mismos esclavizadores contra los que se pretendieron revelar. Pienso en la práctica del secuestro, en Roque Dalton, un poeta asesinado por sus propios compañeros. Los que siguieron resistiendo, en la calle en los campos, repitieron su papel de derrotados en la farsa de la historia. Todo esto ha ocurrido con tal fiereza que habría que decir con el poeta mexicano Eduardo Lizalde: “Atención activistas/ el principal deber de un revolucionario/ es impedir que las revoluciones/ lleguen a ser como son”.
Ante los sucesivos fracasos, los muertos y las derrotas, incluso los más esperanzados reemplazarían esa mirada entusiasta por una indagación en redondo frente a las decisiones equivocadas. Para estos hombres, las últimas décadas del siglo XX fueron algo muy similar a un teatro de aparecidos. Fantasma de lo que pudo ser y nunca ocurrió, llámese revoluciones o promesas de justicia. Fantasma de los desaparecidos que pudieron cambiar el presente y no alcanzaron la cita. Fantasma de lo que fue y se terminó por traicionar, y aquí los ejemplos van de la burocracia de partido hasta los guerrilleros corruptos del denominado “foquismo”. “La utopía se volvió fantasmagoría”, lo advertía Derrida. Este fenómeno espectral se ve en casi todas las manifestaciones de las izquierdas latinoamericanas, de México a Argentina, en las que más que esperanzas de porvenir o gritos contra el poder, los partidos esgrimen las fotos de sus víctimas en el silencio de las plazas.
Tras el fracaso o la traición, aquellos anhelos de cambio volaron fuera, haciéndose fantasmas. Los caracteres de esta “ronda” están hoy a la vista de todos. Militantes dogmáticos, seres retrotraídos que anteponen ante la realidad el papel de colgadura de sus propios programas. Exegetas o académicos que salvan la utopía entre batallas de papel, sacrificando su coherencia con un presente, haciendo de lo que fue cuerpo vivo fábula moralista. Arribistas: personajes de la política que ante el cambio en los discursos, en muchos casos la desilusión, irían desplazando sus luchas hacia acciones que rayan en su propia negación, mutando en la horrenda caricatura de lo que siempre odiaron, combatieron. Y finalmente un cortejo de seres desencantados, fatalistas o resignados, sin ninguna esperanza en la asociación política ni en la imaginación colectiva.
Vidales, antes que Derrida o Bauman, casi al tiempo de Walter Benjamin, supo entender aquel sino regresivo de su siglo. La maldición que padecieron esos espíritus libertarios como lo fue el suyo. Él mismo, envejeciendo, viendo sus causas derrotadas, comenzó a vivir un proceso de involución espectral: más que ir hacia delante como lo quiso en su juventud, hacia la disolución de la injusticia y la solemnidad, en buena parte de su poesía de madurez comienza una conmovedora actualización de sus dominios. Un viaje a la semilla que a pesar del humorismo de Vidales –o acaso el humorismo sea ya su resistencia- no podría estar exento de terrores.
Este podría ser el propósito de buena parte de su obra final, en especial de los poemas que fueron reunidos en 1985 con el título de El Libro de los fantasmas, el último poemario que publicó Vidales. Es entonces cuando las vitrinas y las calles de Suenan Timbres, con sus muchachas y sus espejos, se van volviendo “Casas vacías” que esperan al ahorcado, presencias sin nombre en los paraguas de la lluvia. Vuelven las voces muertas de Calarcá, encuentran alojamiento entre los sueños. La nieve de Paris en las ventanas del exilio, donde el poeta recuerda a su amada “Monique” y los cinemas abolidos, “…una época en que no teníamos otra noche/ para nuestros sueños/ que la oscuridad de la sala”.
Los pliegues se han convertido en halos espectrales, la naturaleza en recuerdo. La plástica cubista se ha vuelto un modelaje en el vacío donde tornan y se diluyen los volúmenes. Hasta la furia de las pequeñas cosas son ahora sombras y rumores, medianías entre lo vivo y lo muerto. La interioridad del poeta se ha transformado en un mundo “por el que desfila la ronda de fantasmas”, el niño de sus versos es quien habla y se ríe desde un solar lejano: “llevar un río en uno cantando como un niño”. Si la influencia de Luis Tejada fue lo que desató aquella chispa de Los Nuevos, esta amistad se ha vuelto hacia el final un soliloquio de difuntos. Hablo de “En el velador de un vaso de agua”, uno de los poemas más emblemáticos de Vidales: “…Luis Tejada te llamábamos para no confundirte con el río y el hombre,/ las selvas, las multitudes,/ los florecientes capullos,/ todos los Luises Tejadas, en fin luchadores de la tierra…”
Las instantáneas de los viajes, las calles, las mujeres y los amigos que ya no están. En cada acto de la vida había “un fantasmas aprisionado”, nos dice el poeta como una más de sus apariciones. Siempre estuvo el fantasma que velaba por nosotros, sonriendo, observando a la vuelta de la esquina. Fantasma que ahora nos mira en el presente como un “duende”, pidiéndole al poeta un ajuste de cuentas:
“…el fantasma era tu lado mudo
allí se había radicado y te miraba de soslayo
por tu parte iluminada se le veía la sonrisa… obstinado
de pie en medio del mundo con su mutismo penetrante
y desde allí nos mira de soslayo”.
Estas presencias son la misma memoria que acecha en la intimidad, pero ante todo sería la danza de un centenar de derrotas. Derrotas personales, qué duda cabe, pero también esa derrota colectiva de aquellos que asumieron el siglo como un proyecto de cambio, que lucharon por una transformación definitiva sin importar la bandera y que en una u otra cosa fracasaron en el intento, contrariados, arrojados a la deriva del olvido. Esos que vieron pasar el siglo como un espectro, y asomándose a todas esas ilusiones perdidas pueden decir con Vidales en una de sus líneas más estremecedoras: “todo pasó en silencio/ continuó la burla y no se abrió la puerta/ y aquí estamos unos y otros desconcertados”.
En una sociedad acostumbrada a los muertos prematuros, donde en las casas viejas aparecen espectros como un recordatorio de traiciones, fortunas dilapidadas, Vidales nos recuerda que los verdaderos fantasmas somos nosotros los contemporáneos. Nosotros los verdaderos frustrados, vagando en las ciudades y a través del tiempo. No en vano era que hacía este llamado en su Confesión de un Aprendiz del siglo (1976), la conciencia de su época aparece desde el título:
“…muerte definitiva de los fantasmas de la vieja poesía, a manos de los fantasmas reales que todos conocemos y con quienes vivimos y nos encontramos en la calle todos los días”.
Ya no en las tumbas ni en los libros, aquí y ahora es donde ocurre lo irrealizado. Aquí donde se yuxtaponen los tiempos en los naufragios de la memoria, donde se anhelan otros mundos. Quizás sea por eso que muchos de estos poemas comiencen con el indicativo “Aquí”: “Aquí, el duende tuyo”, “Aquí, la casa vacía”, “Aquí, los desconcertados”. “Aquí…”. Es en el presente cuando ocurren estos advenimientos, la pluma contra el papel es su talismán. Por eso es que en Vidales hablan estos fantasmas nuestro lenguaje, se visten con nuestros trajes y ocupan nuestras camas. Deambulan por las calles conocidas, como cualquier transeúnte. Lo espectral, como antes el asombro, puede mostrarse en los contornos de la palabra más sencilla, porque somos nosotros los ausentes. Este poeta sabe que hay un cortejo de irrealizados en cada palabra, especialmente en las más cotidianas como “casa” o árbol”, “sueño”. Vocablos minados por las pérdidas personales o políticas, aún más si se vivieron de cerca.
La seriedad de la ironía
Todo un siglo, es el reverso del siglo XX lo que esta poesía teje y desteje. El nacimiento de una ciudad y de su asombro moderno, sus ilusiones de cambio y sus esperanzas rotas. El siglo XX colombiano pero visto desde abajo, con la voz de los derrotados y los exiliados, los desaparecidos y los asesinados, escrito en los dobleces del viento. Escribe Vidales en “Los anuncios”:
“…Leo perfectamente el siglo, el viento
y en esa dimensión se transparenta
la revolución a que estamos invitados,
y que no se pronuncia tal vez para no ahogarla”.
Desde este lenguaje sugestivo, que precisamente por su carácter velado es que promete la existencia de otro orden, de un juego que podemos subvertir, ironizar, es que aparece la figura de Vidales en sus máximas capacidades de resistencia y peligro. Porque nunca pierde Vidales el humorismo. A lo largo de su obra, como un rasgo de toda su poesía política o no política, con métrica o sin ella, en prosa o en verso, buscó ver “todo lo paradojal que se esconde en la historia humana”, como nos dice nuevamente en su Confesión de un aprendiz.
Y hay que tomarse este humorismo con toda seriedad, lo señalaba antes. Estos poemas nos recuerdan con Kierkegaard que “la seriedad moderna más profunda debe expresarse a través de la ironía”. Un poeta que diga de los relojes que “pierden el tiempo” o que “por medio de los microscopios los microbios observan a los sabios” es como un niño que invierte la cabeza y hace girar los órdenes, casi sin saberlo. Estos poemas tienen algo del vuelo de Chagall o de Chaplin, comenzando otra vez donde los dábamos por perdidos, y detrás de ellos los tambores de la historia.
Como lo afirma Juan Manuel Roca “el humorismo” de este poeta “es lo que molesta a los puristas…más que sus panfletos…Es su visión del humor que subyace en la tragedia lo que lo hace subvertor”. Este poeta parece recordarnos que las mismas fuerzas que nos destruyen pueden volverse creadoras en su reverso. Que todavía hay una aventura en las palabras, fantasmas insatisfechos en cada uno de nuestros silencios, y es en el poema, a la manera de “la redención” de la que hablaba Walter Benjamin, donde esas promesas subyugadas se realizan.
Vidales resiste en la risa, se niega a pensar que este sea el único o el mejor de los mundos. Si le tocará empezar de nuevo seguro lo haría con la misma entereza, burlándose de tiempo y los retornos. Ahora que es uno más de este cortejo de fantasmas, que nos habla desde el fondo de sus versos como una infancia atemporal, parece que su tierna sonrisa se asomara entre los pliegues, insumisa, que desde allí se ríe y se seguirá riendo hasta que el mundo se salga de sus goznes, tenga este lastre de décadas la levedad del viento.
Noticia Biográfica
Santiago Espinosa (Bogotá, 1985) Crítico y poeta. Estudió Literatura y Filosofía en la Universidad de los Andes. Actualmente es profesor del Gimnasio Moderno de Bogotá donde coordina su Escuela de Maestros. Poemas y ensayos suyos han aparecido en diversas publicaciones de su país y del exterior. Fue jefe de redacción del periódico La Hoja de Bogotá hasta su desaparición, en 2008. Escribe habitualmente para La Opera de Colombia y el Museo de Arte Moderno de Bogotá. En 2010 publicó Los ecos, su primer libro de poemas. Lo lejano, su segundo libro, fue publicado en Ecuador por El íngel Editor en Junio de 2015. En mayo la editorial Valparaíso de Granada, Espaí±a, publicó su libro Escribir en la niebla, compilación de ensayos sobre 14 poetas colombianos.