Edición 28
Emilia Ayarza: la fecundidad y la muerte
Por: Albeiro Montoya Guiral
Emilia Ayarza es un valor de futuro. (…) Yo diría, sencillamente, de las mejores poetas de América Latina.
Matilde Espinosa en las contratapas de La sombra y el camino, 1950.
¿Cuántos de los poetas que recoge una antología tienen en verdad las más altas voces de un país, y cuántas de las poetas colombianas con una obra única y determinante no son tenidas en cuenta ni siquiera por los lectores más eruditos, por los taxidermistas de la palabra, como resultado del opacamiento del conservadurismo, de los grupos de hombres que han canalizado la cultura? ¿No son acaso el cánon y el contracánon, como todo lo taxonómico, unos mentirosos? ¿No debería verse la poesía en la mesa del mundo como el pan que de mano en mano pasa sin miramientos? ¿No es el tiempo, pese a su hemiplejía, el mejor juez? Mejor dicho, ¿para qué ver podios en la poesía?
Preguntas que nacen de mirar a Emilia Ayarza de Herrera en la historia del país. Nació en Bogotá en 1919, fue colaboradora de Mito, y se regocijó en las tertulias tanto de este grupo peculiar, como en las de Los cuadernícolas y Piedra y cielo -tal vez la más perfecta anacronía de nuestras letras-. Fue autora de los libros Poemas (1940); Sólo el canto (1942); La sombra del camino (1950); Voces al mundo (1955); Carta al amado preguntando por Colombia (1958); El universo es la patria (1962); y Testamento (1987). Fue una mujer preocupada por las pugnas sociales que se vivían en Colombia, un hecho que la llevó a exiliarse en México por diez años, donde escribió, y publicó en 1964, su simpático Diario de una mosca, mordaz testimonio en prosa de la poeta que se reeditaría en su país muchos años después. Aún así, cuando muere en Los Ángeles, California, en 1966, no ha sido tenida en cuenta por las antologías y los críticos (¿han habido críticos de poesía en Colombia?). Tal vez la volvieron una desconocida para sus contemporáneos su exilio, y el hecho de que publicara, por ejemplo, libros como La sombra y el camino con un tiraje de 13 ejemplares numerados a mano, con una tipografía de lujo que se permitía poner un título independiente en una página en un bello color azul, tal como hacen las editoriales artesanales que hoy en día surgen en el país; lo cierto es que sólo hasta 1997, cuando Juan Manuel Roca hace una selección de sus poemas con el mismo título de su segundo libro, y la acompaña con unas palabras que le ubican con justicia como una poeta adelantada a su tiempo y precursora de la poesía que se escribe hoy en contra de la barbarie (¿qué poesía no se opone a la violencia?); y cuando un año después aparece su nombre en esa especie de diccionario de autores que Rogelio Echavarría llamara Quién es quién en la poesía colombiana (¿son necesarios estos estudios?), sólo entonces es cuando vemos empezar a la poeta ocupar el sitio que merece.
Pero para construir una obra duradera tuvo que desprenderse del hálito de García Lorca en su palabra, desmenuzar el romance hasta su mínima fracción para entender su artesanía y andar hacia otras formas; vestir con el decoro del soneto sus ideas y, lo que es más admirable, sacudir de esos ropajes la arena salina del patriotismo y el amor a la manera de Neruda. Porque en ella el amor es toda una metáfora del dolor del país, Colombia es la mujer fecunda que da sus hijos para la guerra:
Si naces, niño nuestro, resurrecto del caos,
preguntarán los pasos del crimen por tus pies
y una bandera –de la cual el viento hará un retrato-
te enseñará su himno fracticida.
A eso vienes.
A brotar de tu madre como una bayoneta.
A quitarle a sus hombros el sitio de las frutas
para amoldar el fusil a tu estatura
A eso naces.
(Fragmento del poema Imprecación, en La sombra y el camino).
Si, como afirma Jenny Bernal en su lectura de Testamento¸ un poema necesario, al lado de A Cali ha llegado la muerte, para entender qué ha sido de nosotros en la larga noche de nuestra historia: Ayarza mezcla el paisaje con las problemáticas sociales del país, a la vez que poetiza no sólo nombra sino que denuncia; estamos ante una poeta a quien deberíamos prestarle más atención, porque participó de los movimientos literarios que, bien o mal, nos dieron la identidad de hoy, y merece su nombre aparecer al lado de los más grandes poetas colombianos de mediados de siglo. Emilia Ayarza es una voz que nos canta como pocas, justicia es leerla, es leernos en ella, sabernos salidos del vientre doloroso de sus palabras. Reconocer que lo dio todo por su amado, cuya piel la habitaron el hijo y su Colombia, no sin antes advertir, firme en su ley: Pero jamás intentes pronunciar mi nombre./ Que antes de ser una palabra tuya/ nacería de nuevo.
De Sólo el canto (1947).
Diálogo entre el poeta y yo
Poeta, escucha:
“Habla que tu voz dilata el aire.”
Poeta, ¿qué es el grito de la vida?:
“Es el reflejo de todos los silencios de la muerte.”
Poeta, ¿qué es el sol?
“Una claraboya dorada por donde vemos a Dios.”
Poeta, ¿qué es la risa?
“Es un puente sobre las aguas del llanto construido.”
¿Y el corazón?
“Es un niño que siempre juega a sufrir.”
Poeta, ¿qué es la soledad?
“La soledad, amiga mía, es la más dulce compañía.”
Y tú poeta, ¿qué eres?
“Yo soy la soledad”.
De La sombra y el camino (1950).
Vengo desde el sueño
Desde la niebla escrita
sobre mi mano limpia.
Desde la cumbre tibia
-como una fruta al sol-
de mi piel que detiene
mi pulpa y mi sabor.
Desde el espacio antiguo
donde mi muerte al aire
se despliega.
Desde el sitio común de la alegría
doblado entre mis venas y mi risa,
vengo desde el sueño
para que tú me sueñes.
Y me presento intacta
-como el agua o el día-
colmada de pájaros y de cristal
dormida entre tus ojos
para que tú me sueñes.
Guarda mi soledad que crece
alrededor de ti.
Toma mi primer día entre las manos.
Acerca el universo de tu pulso
al ritmo de mis lágrimas.
Recibe mis caminos en los brazos
para confundir la sombra de los árboles.
Deja mi flauta de rodillas
delante de tu corazón.
Vengo desde el sueño
plateando las pestañas de la madrugada.
Escribiendo la frase inicial
de la alborada.
Esparciendo en la tierra
el último vestido de la noche.
Estrenando un nuevo tiempo de diamante
sobre pequeñas horas de rocío.
Vengo desde el sueño
para aprender tu alfabeto
y hablarte con tus propias palabras.
Para ponerme blanca
al puro contacto de tu pensamiento.
Y ser un nido
de nueve lunas que esperan
tu sangre sin fronteras
para inventar un nombre.
Bajo tus párpados
y entre tus sienes
he hallado un silencio;
un silencio, amado,
que me está preparando entre tus lágrimas
para ser de tu boca y de tu voz.
Muerte
Blancas palabras
que la muerte pronuncia desde el hielo.
Caminando como brisa, como fuente,
mi sol llamó su voz de hoguera
al oído de tu piel.
Y tú estabas con la muerte
partida en dos silencios
bajo el párpado.
De Voces al mundo (1957).
Poemas del amor adolescente
V
Ya pleno, descúbrete,
capitán de las ventiscas
niño del compás de niebla
y los fenómenos de espuma.
Descúbrete,
para que el llanto me bautice los ojos
y no pueda olvidar tu rostro sin precisar el mío.
Viértete
como las tardes en las manos de los hombres
para anticipar el tacto del crepúsculo.
Y tiéndete a mis pies
como un pequeño mar que renunciara
su primogenitura de gigante.
Pero jamás intentes pronunciar mi nombre.
Que antes de ser una palabra tuya
nacería de nuevo.
Tu boca primordial
tu hechura adolescente
tus barcos de papel
tu leve testamento de rocío
tu catedral de sueños…
todo descansa aquí, sobre mi pecho.
Sólo que este vano tiempo mío
es ya un poco la penumbra y el silencio;
y tú estás sobre la tierra,
hombre global,
atlas de sol.
A Cali ha llegado la muerte
No.
Ni la sangre de polvo.
Ni el rumor de las venas sub-terrestres.
Ni los ojos de antiguas polillas vagabundas.
Ni los hombres de párpados doblados.
Ni la casulla del viento.
Ni la tierra pintada de frutos en la tarde.
No.
Nada.
Ni el sexo que comienza en la lengua de los niños.
Ni los pastores de culebras.
Ni las esquinas infieles sobre las ventanas.
Ni la dignidad de los trapiches
sostenida en el breve equilibrio de la caña.
Ni el transparente río que se hunde por los muslos de Cali.
No.
Nada.
Ni las almadías del sueño.
Ni el somnoliento camello de la cordillera.
Ni el monólogo amarillo del sol en el espacio.
Ni la paz de los escarabajos.
Ni la mariposa pintora.
Ni el grillo concertista.
Ni la boñiga de oro.
Ni los geranios, ni las bicicletas
que absorben con sus esponjas de silencio
la tibia pereza de los muros
No.
Nada.
Ni el candor de las escuelas que traza palotes de ausencia en los tableros.
Ni los borrachos que miran fijamente a la ventera
y le derraman el corazón entre las trenzas.
Ni las polleras de los siete-cueros.
Ni la barba de cristal de los torrentes.
Ni los panales detrás de las ortigas
Ni los bueyes de artificial melancolía.
No.
Nada pudo detener la muerte.
Llegó a Cali navegando
y los corceles del Océano Pacífico
la saludaron volcando sus belfos espumeantes en la playa.
Llegó por el pito de los buques
por las banderas de los guacamayos
por el ojo de las agujas que remienda el pudor de las modistas
por la voz de los muertos en los árboles
por los billetes rubios
por el alma incolora de los camioneros
por los ojos trasnochadores de los naipes
por la felina displicencia de los grandes
por la rosa ignorante
por el paisaje de zapatos sin huella.
Llegó sin pasaporte y cruzó la frontera
caminando sobre el miedo rosado de los niños
por el clavicordio dorado de los campanarios
por el pelo de agua de los cosos
por la sencillez de los pueblos
donde los campesinos y las almojábanas se encaran con el sol
y los mendigos pegan su coto a las ventanillas del tren.
Llegó sin autorización de los muertos
que se salieron de sus tumbas
a protestar en un mitin putrefacto y amarillo.
Llegó por en medio de las garzas
los taladros
por entre el múltiple corazón de pitahayas
por la flor que se colocan las solteronas tras la oreja
por los solares donde hacen venias al viento los interiores parroquiales
y un tulipán oye misa diariamente.
Por cerca de los gallos
que creen en la blancura de los huevos
por los tejados donde los zuros escriben la epopeya de los celos
y los gatos y la luna
forman siete lechos y un violín.
Invadió los palacios, las haciendas
los ranchos y las niñas de capul.
Invadió el cielo y sus altos corderos extraviados.
Invadió la secreta desnudez de los cadáveres.
(La ciudad era un racimo de plomo derretido
y la muerte le salía a bocanadas).
La historia de Cali dejó de ser un río deliberadamente puro
por cuyas ondas los días eran barcos de vidrio.
El rojo fue una lluvia sostenida en el aire
y entre los montes de cristal la sangre
dibujará para siempre vitrales en la sombra!
¡Hay que llorar desesperadamente!
Bibliografía
Ayarza, E. (1947). Solo el canto. Bogotá: Editorial Santafé.
Ayarza, E. (1950). La sombra y el camino. Bogotá: Editorial Santafé.
Ayarza, E. (1957). Voces al mundo. Bogotá: Editorial Lumbre.
Bernal, J. (10 de Enero de 2016). La Raíz Invertida. Recuperado el 15 de Junio de 2016, de La Raíz Invertida: http://www.laraizinvertida.com/detalle.php?Id=1887
Echavarría, R. (s.f.). Biblioteca Virtual Luis Ángel Arango. Recuperado el 9 de Junio de 2016, de Biblioteca Virtual Luis Ángel Arango: http://www.banrepcultural.org/blaavirtual/literatura/quien/quien1a.htm
Vea también: La Madre del Castillo y el dictado del diablo. Un texto sobre una de las primeras poetas colombianas.
Noticia Biográfica
Albeiro Montoya Guiral nació en Santa Rosa de Cabal en 1986. Es autor del libro de poemas Una vida en una noche, Monterrey, El Canto del Libro Ediciones (2015). Sus versos aparecen en la muestra de poesía colombo-peruana En tierras del cóndor, Bogotá, Taller de Edición Rocca (2014), y otros textos suyos en revistas electrónicas de Chile y Argentina.