Edición 13
Luis Armenta Malpica: poesía mexicana
Ebriedad de Dios
1
Uno vuelve, siempre, a los viejos sitios
donde amó la vida.
Armando Pérez Tejada
Esa lenta tristeza del recuerdo
se nos va desdoblando por la cara.
Y en lugar de los ojos
se humedecen dos profundas hogueras
en donde alguna vez frotamos nuestras manos
con las de un ser querido.
Entonces el amor era un barril de pólvora.
Una mecha muy corta nos unía.
Nuestra casa era un papel periódico
con un asombro nuevo en las noticias.
Pero llegó la lluvia y sus relámpagos.
Las hojas de la casa no fueron suficientes para formar un barco
que nos sacara a flote.
Intenté resistir escribiendo en las hojas nuestra casa quemada.
Naufragué por mis dedos.
Luego encontré en el vino las múltiples razones
para escapar de todo:
de mi madre y mis hijas, de ti
mi propia sombra.
Era increíble ver que en un vaso cupieran
la luz que yo buscaba y el fondo
inacabable
de lo que yo no quise.
Me alejé de la lumbre
para hallar en los hielos que enfriaban mis angustias un barrio conocido.
Allí, dueña de las paredes, las sábanas del vino me negaban los cláxones
el timbre del teléfono
el puño que golpeaba mi nombre por la puerta:
el contacto caliente con el piso.
Yo solo pedía tiempo, no a Dios.
Le pedí alguna calle, otra lepra en un vaso
otra memoria.
Me fui acabando entera
sin terminar el vaso tan lleno de mi vida.
Lenta, en verdad, la vida
a pesar del galope del inicio.
Apuro lo que bebo
y no se acaba
al contrario: es más lo que me culpa.
Cada uno se despide del mundo como puede
Yo pretendo el sigilo, para no avergonzarme
de no enfrentar los ojos de los tantos que me aman.
El vino es otra herida
inflamatoria
para que el hombre sepa de la muerte.
Sin embargo, cuando empiezo a morirme
Dios hace mucho ruido
y me despierta.
Y en lugar de ir a la cocina por un vaso
voy a la habitación de mis tres hijas
para mirar si duermen
y besarlas, si puedo.
2
De niña me enseñaron que yo era una manzana;
los hombres, el cuchillo.
Las mujeres debíamos conseguir que nos pelaran
se hundieran hasta el mango en nuestra carne
y le dieran salida a las semillas.
Ya en espiral
con nuestra piel deforme, oscura por el tiempo
el amor podía ser algún mordisco
un apretar los dientes
y ser mujer
callando
Pero yo no callaba me decía en los poemas.
A golpes como aprendió su madre
fue lección de mi madre: la cocina es el mundo
de la mujer que calla.
Entre especias, vinagres y embutidos
esa dulce manzana de mi vida se llenó de gusanos.
No callaba: mis hijas me costaron, cuando menos, un grito.
El amor, esa lata carísima
se quedó en la alacena.
Un día, por buscarle acomodo al aguardiente
lo tiré a la basura.
Sé lo que hacen los lazos en todas las mujeres
aunque sean familiares.
Al encender el horno (ay, Sylvia Plath, te envidio!)
al picar la cebolla lo recuerdo
Las profundas estrías de la garganta
son mi paso
de Dios a la intemperie.
Perdí mi casa
cuando llegó el alcohol como el mesías.
Después perdí a mis hijas, una a una.
Pero rezaba, así, como callando: «Señor, ésta es tu sangre»
Tu madre se nos muere, les digo a mis tres hijas
luego de cada sorbo.
Ellas tan solo lloran, muy quedito
como diciendo: ¿cuándo!
3
Jamás voy sola a misa;
me llevo los pecados de mi esposo
y su esposa, uno o dos
de mis hijas, alguno de mi hermano
todos los de mi madre
hasta llenar el bolso que hace juego conmigo.
Y Dios, distante y sin moverse
parece consternado ante mis confesiones.
Rezo en latín como hacen las mujeres pecadoras
y en español castizo, un sacerdote (sin mirarme a los ojos)
me da por penitencia un par de avemarías
que lanzo, pronta, al vuelo.
En casa
sin bolso ni tacones
me sirvo alguna copa de aguardiente
y observo largo rato un crucifijo.
Y sé que a Dios tampoco le hace gracia
el que vivamos juntos.
4
He visto a Dios de frente. Recién bajó de su moto-patrulla
luego de haber multado a quienes conducían su existencia a una velocidad
que se cree peligrosa para el resto del mundo.
Usaba el uniforme gris oscuro de ciertos militares de alto rango
henchido de galones y esa imponente cruz al mérito en batalla.
Lo pude ver en Auschwitz, a cargo de una hilera de mujeres desnudas
voz y labios resecos, los cabellos al rape, unidas con grilletes.
Sus ojos, moribundos, bien podrían ser mis ojos:
una pobre creyente, tan sola y humillada ante ese Dios enorme que la observa
(la iglesia es otro campo de exterminio).
Cuando apenas buscaba mis papelesnacaso algún permiso de poeta
el recio militar se descalzó las botas, arrancó sus medallas
la enorme cruz del pecho, el uniformeâ
Se mostró así, desnudo, con el cabello al rape
como lo imaginaba cuando niña.
Bebió un poco de vino de mis ojos
y después subió al cielo.
También he visto al hombre.
Sus ojos, como alambres, custodian
segundo tras segundo, mi celda
de pellejo
5
Beber
es regresar a la neblina
al vientre apolillado de mi padre
al origen del mosto.
Allí mis lentos pies desnudos retumbaban muy grandes cada paso.
Todo un andar de viñedo a barrica, cava, aorta;
siempre menos mi piel
y más sus dedos.
Estuve atada a golpes con mi padre.
Sin que nadie supiera, él me nombraba suya; yo lo nombraba todo.
Qué de palabras se quedaron pendientes de una soga
lavadas y exprimidas.
Qué de pinzas hicieron de mis párpados
un húmedo y muy frágil tendedero.
Cortina tras ventana mi madre vigiló
que mi vocabulario excluyera palabras amorosas.
Todavía las pronuncio
y el recuerdo del jabón de lejía hace un poco de espuma por mi lengua.
Pero fui descubriendo que el jabón de lejía no hace espuma en el vino.
Ni hace espuma la muerte.
6
Fue por el vino que descubrí mi cuerpo:
un pan ázimo, duro.
Igual conocí el horno
y el posible suicidio.
El pan quedó quemado
pero yo estaba cruda.
Perseguí mis migajas como si fuera Gretel
y el bosque tan enorme
y yo con tanto frío.
Envejecí en palomas
afuera de los templos.
Cuántos panes tan lejos de mis manos para mis otras aves.
Entonces apareció mi madre en la cocina
con sus nuevas recetas
con esa lista inmensa de lo que me hacía daño…
Un tantito de alcohol o levadura la enervaban.
Mi madre, siempre un tuétano al horno
sin suficiente jugo.
Nada más los limones
de los pequeños y agrios, permitía de aderezo.
Lo demás era gula; y la gula, pecado.
Precocimos el pan, hirvió el atole.
Entre tés y remedios conservamos un cuerpo saludable
¿para quién?
Cuando guardo silencio, una manzana entera
oprimo entre mis dientes.
¿Qué me dio de comer cuando pequeña
que hoy todo me hace daño?
11
Con un beso
desencantaste a la mujer de la manzana.
Del descarrilamiento del migajón
de espera y levadura, fugitivos del bosque
regresamos a casa.
A nadie hay que decirle que encerramos
a la bruja del cuento en un horno encendido.
Ni que el lobo, con disfraz de cordero
quedó crucificado en una iglesia.
Volvemos de la mano.
Tú: molino de vapor, caña de azúcar.
Spin entre el oxígeno e hidrógeno, me uniste y separaste
de la tierra. Ancho de fe, robusto de palabras
ah, qué tanto tu amor y mi consuelo.
Yo: agua tras un cristal o gota ardida
gas elevado para intentar la lluvia y los ciclones
iceberg, copo, rocío pero jamás torrente.
Ninguno de los dos amaba al árbol.
No más ogros del bosque
cuando yo quiera un príncipe.
No mamá con sus rezos (uy, el lobo!)
ni mi abuela y sus pócimas
de engatusar a un ave.
No más tu amor de hermano
nomás en un murmullo
Ya no tu amor de padre
como herencia.
Yo amo al hombre.
Calzo, por él, la vida
de mi talla.
Dejo huellas profundas
con muchos más reflejos que una copa de vidrio.
Alacrán donde mi voz pisaba
no más el antes ni el después.
Vivo el ahora
como si en esto de vivir
no hubiera espacio.
Soy la mujer de pan (Hansel y Gretel)
la levadura que levanta las nubes
porque llueve;
el horno en que cocino
briznas de astro.
Vuelvo a la vida.
Llora una copa de árbol
su vino tan acedo.
Llueve.
Y esa sed vuelve a mí
añeja y consumida
cuando mis ojos ven lo que olvidaran.
Y vuelvo el cuerpo a Dios
tan vulnerable.
12
Con Dios me basta
dije
hace menos de un lustro.
Me lo colgué en el pecho
y relucía.
En caso de apreturas
en el monte me daban casi treinta monedas.
Eran muchos billetes
por un dije
Ahora digo que no valía la plata
sino el lustre.
Mis manos
artríticas, rugosas
dan cuenta de mi vida.
Uno a uno, los dedos
han señalado el rumbo, a los culpables;
pidieron la palabra o la otorgaron;
confirman que crecieron
mis asombros.
La punta de los dedos ha de ser mi tesoro
para leer en Borges la ceguera.
Radares ante el mundo
todo lo limpio
y tiento.
Pero es toda la mano la que aferra
o la que impone el alto, la que indica un saludo
cede sitio a los hombres
o acaricia.
Con las manos en cáliz he recibido el vino
que luego fue a mi boca.
Y unidas, más que nunca, doy las gracias
por el fin de una lenta, larguísima jornada
si amanezco.
Azul es todo el cielo de las uvas.
Mano a mano
el viaje con mi sombra no concluye.
Es la mano de Dios, tendida, franca
la que comienza el mundo
que desando.
Igual es la vejez: tiempo del tiempo
viñedo de la alguna vez hoja
musgo de la llovizna.
¿Cuántos dedos me faltan para concluir la ruta?
Con el cuerpo de Dios no es suficiente.
Todavía son mis manos dos asombros.
Y cada dedo mío le pertenece.
Con su nombre me basta para saciar el hambre.
13
En la ebriedad de Dios nos resecamos.
Con su nombre a la mano
dije
escribo.
Ya no más esa letra mayúscula
ilegible
esa oración extensa dolorosa
de un vino azucarado en las arterias
y un quedarse a morar en el vinagre.
No más el goterón de piel y fósforo
que expande sobre la hoja sus incendios.
No la bala perdida. No el revólver.
Azul es el veneno de la tinta.
Rojísima la pólvora en la carne.
La vena cava.
Profundo viaje al centro de uno mismo
la escritura del ser
es una borrachera interminable.
Nunca más la navaja de Ockham sobre el rostro de Dios
para saber que existe.
14
Eva y Adán tomaron una vid para ocultarse.
Como el nombre de Dios nunca debe decirse en forma inversa
para no descrear lo que por él fue creado
Eva no ha podido ser ave
Adán no ha podido hacer nada.
Porque no está en las uvas el prohibido saber de la manzana
Lejos ya de mis padres adoptivos, huérfana
de lo que en mí no crea
late en mi pecho una esplendente vid de grandes hojas
madre, a su vez, de un vástago de dulce
aroma y pulpa.
Ese fruto sagrado del poema quizá no va a salvarme
pero exprime hasta la última gota de mis dedos.
Ha vuelto el agua a aligerar la sangre
a deshacer el polvo
y la ceniza.
Rojísima es la sangre de los vivos.
Noticia Biográfica
Luis Armenta Malpica (Ciudad de México, 1961). Poeta, ensayista, editor y co-traductor del francés. Fue miembro del Consejo Estatal para la Cultura y las Artes de Jalisco y es director de Mantis editores. Premio de Poesía Aguascalientes (1996), Premio Nacional de Poesía Ramón López Velarde (1999), Premio Nacional de Poesía Efraín Huerta (1999), Premio Nacional de Poesía José Emilio Pacheco (2011), entre otros; por su labor editorial recibió la Pluma de Plata (Patronato de las Fiestas de Octubre), en 2006. Autor de los poemarios: Voluntad de la luz (1996), Des(as)cendencia (1999), Ebriedad de Dios (2000), Luz de los otros (2002), Ciertos milagros laicos (2002), Mundo Nuevo, mar siguiente (2004), El cielo más líquido (2006), Cuerpo + después (2010), Götterdämmerung (2011), El agua recobrada, antología poética (2011), Envés del agua (2012), Papiro de Derveni (2013) y Llámenme Ismael (2014), entre otros.