Edición 29
Arturo Gutiérrez Plaza, poeta venezolano
Las piedras
De las piedras se habla con envidia,
quizás, porque ellas no hablan.
No fruncen el ceño
y aparentan desatender
lo que a su alrededor acontece.
Obviamente, todo esto es mentira.
No vuelan, pero enseñan a los pájaros a volar.
Se detienen en los abismos, al pie
de los puentes, al margen de los ríos
y desde allí advierten como anónimos vigías
los peligros de sostenerse en el aire.
Cultivan además varias lenguas sin poseer ninguna.
Su arte está en hablar por boca de otros.
El aire las recuerda cada vez
que los páramos silban en el viento.
Y los ríos, cuando nos adormecen
con su insaciable ronquido.
Si se agrupan lo hacen
como gesto fraterno, pues odian la soledad.
De ellas se escribe siempre
para hablar de otra cosa.
Su aparente mudez
es tan solo una licencia que Dios les da,
pues así nos interroga.
Saudade
Me gustan las canciones tristes
en idiomas que desconozco.
Ellas me hacen recordar
que la tristeza
es un canto
que serenos escuchamos
sin afán de comprender.
Mis zapatos
La usual asimetría de sus cordones,
los tacones gastados
en sus partes menos arrepentidas,
su permanente falta de brillo,
su escaso sentido del humor y del ritmo
son todas huellas que me delatan y hablan
de una consumada torpeza para pisar el mundo
y del descuido con que ambos,
en forzada compañía
llevamos la existencia.
Buenos vecinos
Sé que tras esta pared
mi vecina escucha lo que pienso.
Por eso pienso en voz baja
sin comprender del todo lo que digo.
Me la imagino desnuda,
sola sobre su cama,
pensando en lo que pienso tras la pared.
Tampoco yo alcanzo a escuchar
lo que ella piensa.
Lo hace bajito,
como yo, entre las sábanas.
Labor
Uno lo que hace es vivir,
guiñarle, de vez en cuando, el ojo a la vida
para que se sienta a nuestro lado.
Apilar los periódicos, alineados
como ladrillos, hasta levantar un muro alto
donde el tiempo se reconozca.
Uno no sabe hacer otra cosa
sino vivir,
tomar el café, en lo posible
caliente, y pagar
puntualmente lo que se pueda.
Recordar en las mañanas
-porque dicen que también del “recuerdo se vive”-
buscando entre todas las gavetas
sin encontrar lo buscado.
Uno con el peso de los años
intenta llevarse bien con los vecinos
y aprende a guardar la calma
sin maldecir más que lo imprescindible:
el reloj despertador y los espejos.
Uno, en verdad hace lo que puede.
El pez de mi hija
Una pecera de 50 cms. de perímetro
y 15 cms. de diámetro
(aproximadamente medio litro de agua turbia),
a eso se reduce el universo
de Alfonso (el pez de mi hija).
Le echamos comida una vez al día.
El abre la boca como lo hacen los peces,
como un mimo aprendiendo a hacer burbujas.
Lo miro con lástima,
con falsa misericordia
y le comento a Gaby: “qué pecesito tan lindo”.
De noche, cuando todos duermen,
me levanto y voy a la cocina.
Alfonso permanece insomne,
me mira con firmeza
(no sólo porque le falten los párpados).
Me interroga con sus ojos inmensos
tan cóncavos como la pecera que los contiene.
Me consuela, se aflige de mí
y sigue dando vueltas distraído
sobre sí mismo.
Tal como yo.
Para cuando despiertes
Papá, ayer al dormir
olvidaste cerrar los ojos,
quizás por eso se nos ha hecho
tan larga esta noche,
fija en tu mirada
como si poco a poco
se alejara del amanecer.
Toda la noche hemos soñado con despertar
para hablarte y contarte las buenas nuevas:
“Un geranio rojo sorprendió temprano
nuestro jardín, mañana –dicen las noticias-
ha de escampar antes de que baje el sol
y estrenarán en todas las salas de cine
una misma película muda”.
Papá, anoche olvidaste apagar la luz
dejando la puerta de la calle entreabierta,
libre de pestillos,
como para que entrara la noche
y se recostara junto a ti.
Oye, ¿me escuchas?
¿por qué no me cuentas algo de tu sueño?
tú sabes, bajito, sin levantar mucho la voz
como si me hablaras con la pura mirada
para que los demás no despierten.
Recuerdo que siempre dices que con ella basta
porque tú y yo nos entendemos.
Papá, ¿sabes una cosa?…
Mejor es que sigamos durmiendo.
Ya mañana, con calma, hablaremos.
Urgido en ti
No sé si avivaste el tañido de las campanas,
si ya, desde el amanecer, tu sonrisa
había raptado las desavenencias del cielo
o si se aposentó un pájaro azul
para ahuyentar las aves grises
que hasta ayer coronaban las cornisas.
Sólo sé que en tus últimas cuatro horas
te besé,
te lo dije mucho –como nunca- “te quiero”
y te repetí, te susurré al oído
mientras te adormilaban,
-aún incrédulo- la única plegaria que aprendí
en estos treinta días imperecederos:
“Mamá, ya vas a mejorar,
los doctores dicen que saldrás,
pronto les dirás adiós a los cuidados intensivos”.
Te lo repetí día a día, apreté tus manos
henchidas de antibióticos,
aparté las sondas para decírtelo
mientras te adormecían a las puertas del gran sueño.
“Sepsis” afirmaba el acta final
pero yo insistía
te repetía lo mucho
te repetía “te quiero”
hasta sepultar con prisa
(ante el minutero) mis miedos,
mis querellas, mis resentimientos.
En tus últimas cuatro horas
de vida
todo se hizo útero
mientras te fugabas anidada en la luz,
amparada en la música de tu padre.
Y cuando en la máquina sabionda
vencieron los ceros
cerré tus ojos
y lloré con el llanto urgente
de la primera vez,
cuando perdido, arrojado
en el mundo busqué tu mirada.
Y quise entonces volver a ti,
a ese sitio donde el tiempo
aún no ha parido a la memoria,
para en ti reencontrarme,
para esconderme de nuevo
por siempre y hacerme
como al comienzo en tierra fértil,
un feto sembrado en tu vientre.
Trastiempo
A la memoria de Eugenio Montejo
Ayer caminaré por la noche
que terminó sobre esta línea.
Me detendré cuando sentí
que no fue un abismo
sino un puente colgante
sobre puntos suspensivos.
Hacia atrás avanzaré
persiguiendo una sombra,
tal vez la que seré, la que fue mía.
Al iniciarse la oscuridad
arribaré al momento
que entreveré antes.
En lo alto del crepúsculo
bajaré hasta la cima
de este poema que comenzaré
sobre esta línea, poco antes de partir.
Un país
Cuando el forastero llegó
ya todos se habían ido.
Cuentan que sólo tuvo entre sus manos
acuarelas de niños que pintaban un país
donde la nieve era apenas un tacto imaginado.
Un lugar amañado por la astucia
y las costumbres de la luz,
que incauta resguardaba escondrijos
para que las sombras perpetuaran traiciones,
desde antes de nacer.
Cuentan sus ingenuos dibujos
(ahora devorados por polillas)
que era una tierra frondosa,
donde junto a la ventura
se forjaban ardorosas proclamas.
Una comarca poblada de fértiles maderas,
aptas para el refugio de hombres, isópteros y orugas.
Y también para el fuego.
La gente invisible
When you have city eyes you cannot see the invisible people.
Salman Rushdie
Alguien debe recoger los muertos:
los de antes, los de ahora, los de siempre.
Alguien debe hacerlo.
Son urgentes la amnesia,
las calles limpias
y las flores en las aceras.
Tal vez sea la gente invisible
quien se ocupe de ellos.
Gente que al caminar
apenas deje huellas.
Gente sin padres ni abuelos.
Gente que está por nacer,
y vendrá con aguaceros.
La gente invisible sabe cantar
pero prefiere el silencio,
sabe reír si corresponde
pero no se deja tentar por quimeras.
La gente invisible procura
hacer todo invisible,
lo que vemos y lo que no.
Por eso si alguien se los lleva serán ellos.
Para que las calles queden limpias,
sin sangre ni recuerdos.
Renuncien a defender las buenas costumbres
Ustedes son los que tienen miedo de morir.
Nosotros no.
Somos hombres bombas.
Estamos en el centro de lo insoluble.
Ustedes, entre el bien y el mal,
se detienen en la única frontera.
Su muerte es un drama cristiano
en una cama, un cáncer, un ataque al corazón.
La nuestra, la comida diaria, la fosa común.
Somos una empresa moderna, rica.
Ustedes, el estado quebrado, una zafra de incompetentes.
Tenemos métodos ágiles de gestión.
Ustedes son lentos, burocráticos.
Luchamos en terreno propio.
Ustedes, en tierra extraña
muriendo de miedo, cada hora.
Estamos bien armados, al ataque.
A ustedes los persigue la manía del humanismo.
Somos crueles, no conversamos con la piedad.
Ustedes nos han transformado en “super stars” del crimen.
Los tenemos de payasos.
Nos llaman “los barones del polvo”,
y por miedo o por amor nos ayudan en el barrio.
A ustedes los odian.
Nuestras armas y mercancías vienen de afuera, somos “globales”.
Ustedes, nuestros clientes.
¿Solución? No hay solución, hermano.
Somos el inicio de algo tardío.
Somos hormigas devoradoras,
escondidas en los rincones.
Renuncien a defender las buenas costumbres.
Estamos todos en el centro de lo insoluble.
Como dijo el divino Dante: “Pierdan las esperanzas, estamos en el infierno”.
Cuidados intensivos
A la memoria de Wislawa Szymborska
Mis hermanos no leen poesía,
mis padres tampoco lo hicieron.
Por dictamen de estos tiempos
tal costumbre, ya familiar,
mis hijos la fortalecen en la escuela.
No obstante, toda cadena flaquea,
alguna vez, por su eslabón más débil.
Y entonces la poesía nos deja en evidencia:
señala con sorna un fatal padecimiento.
(También las palabras convalecen
bajo el asombro cotidiano).
Si hay conmiseración la lástima se abrevia.
Pero si el asunto se prolonga,
si adquiere largura la dolencia,
por tu bien, y la tranquilidad de los tuyos,
has de extremar otras unciones:
someter a cuidados intensivos el poema.
Vea también: Julia Melissa Rivas: poesía mexicana
Noticia Biográfica
Arturo Gutiérrez Plaza (Caracas, 1962). Es poeta, ensayista y profesor universitario. Ha publicado los siguientes libros de poesía: Al margen de las hojas (Caracas: Monte ívila, 1991), De espaldas al río (Caracas: El pez soluble, 1999), Principios de Contabilidad (México: Conaculta, 2000), Pasado en Limpio (Caracas: Equinoccio, bid&co, 2006) y Cuidados intensivos (Caracas: Lugar Común, 2014). Ha obtenido, entre otros: el premio de poesía Mariano Picón Salas, en 1995; el Premio Hispanoamericano de Poesía Sor Juana Inés de la Cruz, en 1999 y el Premio Transgenérico de la Fundación para la Cultura Urbana, en 2009.