Edición 35
Poesía mexicana: Lorena Huitrón
De Erigir una fortaleza
Sauróctonos
I
Dicen que mi vientre abultado es como el litoral,
cóncavo para alojar con su perfil el final del oleaje.
Hubo un tiempo que contaba palomas
y correteaba armadillos.
Afuera el cielo nubla
los años deslavados en las oficinas:
la madera barata del escritorio, la tumba.
Una noche, luego del huracán,
supe de esta noticia:
Cuatrocientos cocodrilos escaparon.
La gente dice que verlos nadar
es sentir encaramarse al diablo.
(el diablo no existe. Es idea curtida
entre las piernas de las abuelas que plañen
al faltarles la lluvia)
El temporal les abrió la cerca,
el río los arrastró para elegir asidero,
han escapado cuatrocientos,
la mitad será mía.
Sauróctonos
II
Mi rifle ya suspira la laguna de San Julián.
Voy por los grandes,
aquellos que no abarque de brazo a brazo
y cuya cola aprese el lodo y haga zanja
al retorcer su libertad entre mis manos.
(No hay temor que laguna
embriague: el pálpito del gatillo
toma impulso a partir del conteo
la puntería alcanza precisión y el impacto inocula)
Esa mitad tiene que ser mía.
Sauróctonos
III
Dicen que su desnudez de escama es insoportable
por no saciar nunca al sol de su táctil llama.
Han capturado la cuarta parte,
por cada uno hay recompensa.
Nadie llamó para avisarme.
Esa mitad será mía.
Unos dicen que son plaga; pero el gran bicho,
En un descuido, arranca las piernas:
el grito es tan ciego bajo el agua,
la soledad purísima, el dolor equivalente.
(el miedo no existe, lo imagina el hombre
para guarecerse en las faldas de alguna mujer
que le haga sombra y se sienta, así, nuevamente niño)
Lo han anunciado ahora
En todas partes:
por cada captura, recompensa.
Nadie llamó para avisarme.
Sauróctonos
IV
Los he visto afuera de las casas de Tlacotalpan,
inmóviles entre las ruinas;
se ofrecen como el cuerpo de la amante:
al habitarlo, hay respiros de palmera.
(Ahí reside el temor de los hombres,
en el deseo de apresar esa detención de viento sudoroso)
La desnudez del cocodrilo es insoportable:
Articula el deseo en exhalaciones inaudibles.
(El amor es un lagarto: se desliza por un impulso
desmesurado, muerde sin contratiempo; el consuelo
de la presa es recostar su herida en el río)
Chorrea el tiempo en las sienes:
la gente rehúye su quietud;
la mira desea esa quietud,
luego el disparo, la recompensa:
esa mitad será mía.
Sauróctonos
V
La gota amansa; al caer, sus crías son
náufrago rebaño cuyo silencio resbala entre el zacate.
Danzan arrastrados por el gusto de no ser pez, de abrir su
hocico en la ribera.
Las madres encogen el pecho
mientras los niños golpean el balón.
Los padres les dicen no hacen nada,
na’más no les ronden cerca;
las abuelas, en cambio,
cuidan a los más pequeños.
(El miedo no existe: es ebriedad
cuyo dolor encara al tambalear la figura,
resopla la ira sin bufar)
Insoportable, la desnudez del cocodrilo:
aviva en la luz la frontera
de la frase. Su gratitud
nos llama y cae
por el fogonazo del tiro que lo acecha.
Doscientos de ellos me aguardan sin sus crías,
con la mirada ida y un silencio que no
pide verbo, palabra o música,
sino el hervor de sus escamas cuya
contemplación jamás siente los huesos,
y en ese instante de legítimo silencio,
me esperan desnudo, insoportable, mío.
Sauróctonos
VI
No queda suelto ninguno, recitan.
Supe de esta noticia
al batir la ventana.
No me esperaba la niebla,
sólo la falena acunada
en una esquina de la alfombra
y la televisión que no cesaba
de narrar cómo los atraparon.
En esta oficina tendré que engullir
un simétrico vacío, aguardando
en la polilla del archivero,
el rumor del agua entre mis botas,
el perfil de cuatrocientos cocodrilos afilando la mañana
bajo su callada enunciación de un misterio, quizá
sobre la muerte o sobre los años que nos pasan siempre.
Sauróctonos
VII
Qué sería del ardor
si no conociese la ampolla de la garganta
al sentir el tequila.
Ya tienen a todos los cocodrilos, recitan,
cuatrocientos, con algunas crías.
Ha pasado la surada; con ella
el reclinar de su mutismo sin saliva,
su descanso interminable.
Llega el invierno y mi promesa no se cumple,
acaba la imagen de doscientos a tirar el cartucho
a un costado del sillón, mentando la madre al vacío.
Pero regresa una queja agudísima,
sopla en mi nuca como zancudo.
Insiste que el deseo es piedra ajada al tiempo
para encontrar su coronilla y pueda quejarse.
Nunca un cocodrilo, así suena.
Sauróctonos
VIII
El cocodrilo no enarca lo que lastima.
Su presencia es desbroce y mansedumbre del colmillo.
Confirman más capturas.
Los reptiles forcejean, cuerdas y palos conocen la unidad
cuyo empujón nos expulsa siempre de su historia
al remendarnos con rabia en la tierra.
Los reporteros recitan ya tienen a todos.
La mitad hubiese sido mía.
Sauróctonos
IX
Hubo un tiempo que hablaban
de la fuerza de mi pataleo
cuando llegaba antes que nadie a la orilla.
La gente aún ríe al contarles cómo de un golpe
aplastaba alacranes.
Cacé, cazaba cocodrilos,
sólo mi pasado lo confirma.
Sin embargo, el espejo es un pésimo recorte
de uno mismo,
cruel ensanchamiento de una ausencia
cuyo patinar cuelga hiriendo las arrugas
y que al haber sido descubierto por otro con igual mirada
rencoroso, enmudece.
Intentamos emular la síncopa del pájaro
porque no se acabó el mundo.
Pesa oír el despeñamiento de las hojas.
Su furor es túneles de viento.
La música sólo desgaja al sol.
En sus cortes nos mordemos la lengua.
Dicen: hay que hallar una voz.
Y sólo escucho talar un árbol.
Quien teje palabras escucha a la impotencia bramar.
Quien las arranca para ver cuál le dura
busca conocer en sus palmas el abismo.
Aquel que las saca de la boca por primera vez
comprende con temor la función de la materia:
revirar el pánico de su hechura.
El canto del pájaro es desigual en sus migraciones.
Somos hijos de una memoria desgastada
que llena cubetas para calmar la sed.
Así las horas pasadas bajo las suelas del zapato.
Bebemos para volver a escuchar las llaves
de aquellas puertas que no abriremos nuevamente.
No somos tan valientes.
Nómadas son tus párpados, quietud,
—de papel los mira siempre el aire—.
Nadie nos devuelve al mar
ni a las olas que juegan.
Rehúyen nuestra sombra,
lanzan sus puños de sal y agua,
golpean nuestro perfil.
Nos llaman náufragos.
Para la arena, de nada
son nuestros pasos que la surcan;
ni las torres de los niños que la moldean
a mitad de su planicie.
Dónde queda entonces el gusto de los cuerpos,
la presencia que al sol se entrega.
Al silencio no le basta vaciarse en los caracoles.
Para Lucrecio todo se compone de átomos y espacio vacío.
Me figuro el granizo acunado en las palmas de la mano
de mi madre, obsequiándolas como si fuesen perlas.
El atomista se equivocaba.
Nuestra materia es de acero que descarna en incesante tambor.
El corazón se ahúma fácilmente,
hincha a la piel de insomnio.
Necio murmura la talla de una altísima fe,
ciega por la necesidad de desdecirse y morir,
magra en mi hambre.
Y recuerda los días cuando el cielo
rodaba hasta los ríos como un viento
y hacía al agua tan azul que el hombre
entraba en ella y respiraba.
Héctor Viel Temperley, El nadador
I
Madre, abuela y yo lanzamos la hechura de mi abuelo al río.
Huitzilapan ataja con sus muslos nuestra sed de ahogar en canto la estrechez de las orillas, de trazar alguna arruga que nos permita residir en su boca antigua y sin historia: desmenuzamos tu última sustancia, deslavamos el deseo de hundirnos en los días que no sabremos dónde vas a estar.
Entregué mis ojos, trágicas figuras que en el calor son pájaros mansos cuyo dolor pierde territorio entre los árboles.
De niña, tras comer, mi madre me decía: espera un poco, si no morirás y te llevará el río. Al sentarme en el muelle, mis pies huían del pámpano, de su despojo, ahora tuyo. Miraba el azul y los niños sin pavor al jaloneo, ella insistía, no vayas aún que te llevará el río.
Quizá tu muerte alumbra a buena hora o es el error de no aparejar bien las velas. Tras tu ceniza nos aborda una ráfaga sin memoria.
Madre y abuela te despiden, asoman tus restos, muestran el gran borde fugitivo, desarman los labios al nombrarte.
El sudor daba palmadas a mis hombros, los tábanos apresuraban beber un poco de mi madre. Nuestro plañido se columpiaba en las hojas al pulir en nácar la apariencia de tu mano que nos tomaba camino abajo, cuando la risa acurrucaba infancia bajo las conchas.
No hay oración que salve la propia gravedad con la del agua. Escarbar el río donde habita el renacuajo es comprender que nuestro primer llanto nos persigue.
Tu silencio es el tono más alto que la garza acerca a las orillas.
La dulzura es animal agazapado a orillas del río.
Silbas, lo llamas. Le darás de beber el mismo vino agraz que te ha embriagado siempre, así aplacarás su sed.
Mantendrás una distancia en la que tus extremidades puedan medir el deseo de la criatura y ser dársena ante la angustia de perderlo cuando no puedas ofrecerle nada más.
Esta imagen es la historia más conocida por los hombres.
Qué te cuentas, preguntaste para olvidar la resaca.
El muro rojo de tu cuarto avivaba el sube y baja de nuestras cabezas.
Dudamos de la nobleza del alcohol, reconocimos su crueldad.
Para sostener su euforia convino permanecer insomnes.
Bajamos la guardia.
Te respondí “soy jinete que cabalga en Appomatox,
mi caballo desangra la tierra bajo un albar relincho”.
Reíste. Tu carcajada pude llamarla nuestra.
Las hojas del bonsái proyectaban por el sol pequeñas naves.
Asegurabas ver en ellas lumbre de un blanco azulejo.
Nos cegaba la dicha imprevista.
No dudé en recibirte taimado entre mi carne.
Aceptaste con tu boca un maduro pérsimo.
Tus labios desgajaban la fisura.
El silencio arrancaba tembloroso mis raíces.
Nunca un par de ahogados por el sexo habían luchado tanto por la supervivencia.
Un aliento tuerce en otro el porvenir, lo desbroza,
la pasión abre un camino para que un coloso embista a golpes de basalto.
Quién nos animó a descamar ese mediodía,
a expulsar los límites.
Quién podría decirnos si esto iba a durar.
Ya no hay sibilas confiables.
Cuántos amantes no se columpian,
exponen el plomo que los hará tirarse.
Latente es el riesgo de hacerse un raspón que deje una marca para siempre.
Medimos nuestra gravidez.
Tu liviandad sintió culpa.
Qué derecho tiene la fidelidad
si el instante de azúmbares se colma.
Con la desazón no se juega a las vencidas.
Cuánto ahínco para embalsamar el cariño extranjero.
Vulnero tu faz, pero ante el tiempo estás invicto.
Noticia Biográfica
Lorena Huitrón Vázquez (1982). Nació en Xalapa, Veracruz. Estudió Lengua y Literatura Hispánicas en la Universidad Veracruzana. Ha sido beneficiaria del Programa de Estímulos a la Creación Artística en el Estado de Veracruz (PECDAV) en las categorías de poesía (2009-2010) y novela (2013-2014). En 2008 obtuvo el primer lugar en el XXIX concurso de poesía del Colegio Mayor Isabel de Espaí±a en Madrid y en 2015 el Premio Nacional de Poesía Experimental Raúl Renán. Algunos de sus poemas han aparecido en revistas impresas y electrónicas. Ha publicado dos libros: Parábola del desconocido (Fondo Editorial Tierra Adentro, Colección la Ceibita, 2012) y Erigir una Fortaleza (Instituto Literario de Veracruz, 2013).