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Edición 45

Odymar Varela, poeta colombiano



Pelo de perro

                                                            “Hay dolores de los que

                                                            únicamente podrí­a consolarme

                                                            la desaparición del cielo”.

 

Ayer murió mi perro. Le quedaban cuatro meses para cumplir catorce años. Yo siempre decí­a: “entre el Presidente y mi perro, me quedo con mi perro” y “entre el vecino y mi perro, me quedo con mi perro”. Pero ya no está. Ya no está. Es extraña la vida. Tuvieron que asociarse humanos y lobos hace miles de años para que él y yo nos encontráramos, aunque nosotros no cazábamos mamuts, sino pelotas de goma que le arrojaba y él me traí­a diligentemente, en un acuerdo silencioso que la economí­a mundial encontrarí­a despreciable. En Wall Street no sabí­an que existí­a mi perro. No sabí­an que daba grandes saltos de alegrí­a contra mi pecho (con grave peligro para su salud y la mí­a) cuando le decí­a: “¿Vamos de paseo, Dalí­?”. Nadie se ha alegrado tanto de pasear conmigo. Ninguna mujer, ningún amigo. Tu perro cree que eres Dios aunque seas un tipo absurdo y lleno de defectos.

 

El perro se ha ido. Seguimos encontrándonos pelos blancos aquí­ y allí­ por toda la casa y en nuestra ropa. Los recogemos. Deberí­amos tirarlos. Pero es lo único que nos queda de él. No los tiramos. Tenemos la esperanza de que si recogemos suficiente pelo, seremos capaces de recomponer al perro.

 

Ayer murió mi perro y la vida es menos humana.

 

 

 

 

¿Qué pasado nos separa?

                                                            Parece, mar, que luchas

                                                            -¡oh desorden sin fin, hierro incesante!-

                                                            por encontrarte o porque yo te encuentre.

                                                            Juan R. Jiménez

 

Sabes que no me gusta el mar, lo sabes perfectamente. No es porque no sepa nadar, no, no es nada de eso. Es porque siempre me pareció cruel. El sistema de mareas: bajamar, pleamar. Las olas, la espuma. Hay algo de cruel en todo ese ciclo, en toda esa repetición.

El mar siempre devuelve a la orilla cachivaches desagradables que la gente ya no quiere: un sillí­n oxidado de bicicleta vieja, latas de leche condensada, zapatos sin cordones, cordones sin zapatos, llantas, plásticos, radios inservibles. O esos cadáveres que se perdieron mar adentro y que vuelven semanas más tarde, hinchados, picoteados por las gaviotas, cuando ya nadie los echa de menos porque hasta a la pérdida se acostumbra uno.

 

Por eso no me gusta el mar, porque es igual que la memoria. Termina escupiéndote a la cara todo aquello de lo que quisiste deshacerte un dí­a.

 

 

 

 

En mi casa hay una silla vací­a

 

Esto es lo que queda del polvo

por eso, no duele al caer

por eso, no sabí­a distinguir

tu aliento, del aire.

Por eso, los dientes manchados

en el pecho de la almohada

tu vida despidiéndose

del pulmón izquierdo.

La distancia era eso

todo un cielo sobre el suelo

todos los dí­as con un nido en la cabeza.

Los guantes de látex

y volar, con el ojo cerrado

el pecho en picado.

Para los pies de la cama

no hay nada

solo un libro

y hojas que arden.

Eso era

sentirse terriblemente horizontal

y sin rostro.

Si, esto es lo que queda del polvo

tu boca que asoma

de la boca de un horno.

 

 

 

 

El rí­o equivocado de agosto

 

Me duele el rí­o de agosto

equivocado, vací­o

y el discurso amenazante de tu silencio.

Me duele el reloj que nos aleja del tiempo

y ese rí­o que explora en tu piel

el sabor de Cartagena.

 

Me duele el agua que no mana de tu pecho

y los peces que se esconden en la noche

por temor a la oscuridad.

 

Me duele que Ray Charles

no nos cante Yesterday a solas

y que tu gato no me quiera hablar.

 

Me duele no saber deletrear

las palabras que conducen a tu nombre

y el olvido que se olvida de olvidar.

 

Me duele el rí­o de agosto, equivocado, vací­o.

 

 

 

 

La casa en mí­

 

Hay una casa que vive en mí­.

Abro sus puertas en los ventrí­culos de mi corazón

surge la luz de una historia con pasos alegres

es el tiempo una sangre insólita

que fluye desde si hasta si

como un rí­o sin lí­mites.

Dentro, las voces repican su adiós

mientras las celosí­as niegan el futuro

con una flor en el dintel.

Allí­ estás

igual que sombras que recorren sin parar

mis músculos y mis sentidos.

Eres el clamor de cada alvéolo

la latitud insondable de los abismos

el pálpito urgente de cualquier pensamiento.

Hay una casa que soy yo

con mis ventanas de mar y mis pasillos azules

con la penumbra de las habitaciones descreí­das

con la voz en los adornos

que lloran su luz blanca

sobre recuerdos sin edad.

Hay una casa en mí­

que no se describe en metros cuadrados

su medida es el rondo de una peonza incansable

su longitud la cicatriz de un horizonte

que para siempre me habita.

 

 

 

 

Mis cosas

 

He regresado a la habitación de los ecos.

Mi espalda se ha vuelto cuadro, jardí­n, profundidad.

Cada objeto exhibe la huella de un algo impreciso

que en la memoria se tiñe de luz. Medallas, libros,

extraños suvenires que alguna vez tuvieron vida,

dibujos, hojas sueltas, versos y escritos

que languidecen junto al cajón blanco,

las fotografí­as que nunca enmarqué y que ahora

son la palpable seña de una destrucción programada.

Todo persiste en su obstinación de muerte. Mientras

busco entre las ropas lo que mi corazón olvidó

suenan cerca

otras voces, otros silencios, otros pasos sin futuro

que no reconozco.

 

 

 

 

Mar

 

El mar continúa siendo un sujeto

lleno de dudas y de sal.

 

En él fallecen marinos

seres que desconocen su existencia

conserva canciones clandestinas

de sirenas.

No existen referencias de lo contrario.

 

El mar nos transparenta

con la muerte.

No hay trayecto que devore

los recuerdos

no hay artefacto triturador

de osamentas sin dolor.

 

Todo es dolencia

             la noche

             las sombras

             la mano

que desconozco tanto.

 

Comienzan a derribar los primeros escombros

cortados con las uñas de los ojos.

La arena que se filtra

de los sueños se hace polvo.

 

No hay más baile

             que tus ojos

apostados en la camisa.

 

Ya no seré de nadie

             ni tú de nadie.

 

Todo es arcaico

             y la despedida se nos hace

una inservible libertad.

 

 

Vea también: una entrevista A Rómulo Bustos y poemas inéditos.


Noticia Biográfica


Odymar Varela Barraza, Barranquilla. Caminante sin hiel en las disciplinas estudiantiles, apuró el exquisito jugo de la lí­rica excelsa. Su predilección por la literatura, le lleva gustar emocionadamente la pureza de la poesí­a. Paseó por las aulas con los ismos a cuestas descubriendo los signos favorables, imperecederos y la única razón de la estética de la poesí­a. Regresado de los libros, echó al viento lo pulverizable, para quedarse, participante original, en el mundo de la poesí­a. Egresado del Colegio Americano y de la Universidad del Atlántico. Poeta autor de los libros de “El alma al orden” (2010) y “El sueí±o de existir” (2013), en 2015 presenta la primera parte de la colección los ecos del tiempo, Antologí­a titulada “La mala confluencia de los instantes”, en 2016 escribe la segunda parte de la colección bajo el nombre de “La eternidad de momentos ínfimos”. Sus textos han sido incluidos en diversas antologí­as virtuales y Sus poemas han sido difundidos en diversos eventos y revistaras literarias de Latinoamérica.



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