Edición 47
Poemas de Ramón Cote. Selección de su libro "Colección privada"
Virgen de la anunciación
Antonello da Messina
I
Deja
suspendida
por un momento
más
tu mano
en el aire
ahora que siento
en mi pecho
-igual que tú-
batir
desde el fondo
una paloma.
II
Y llamé
Ave de Alivio
a ese pliegue que interrumpe
en la mitad de tu frente
el recorrido de tu manto
lapislázuli.
Y llamé
Ave de Alivio
a ese dulce pájaro solitario
que parece anticipar
en el borde dividido de tu velo
la noticia alada de la Anunciación.
Entonces te llamé
Ave de Alivio
y desde tu frente
viniste volando
a compadecerme
por mis ojos ateos.
Ginevra Benci
Leonardo da Vinci
Hay algo superior
al amor
y es el olvido
porque silenciosamente
va limando
puliendo
despojando
todo lo que por pasión
o soledad
consideramos alguna vez eterno.
Un día cualquiera lo advertimos
cuando al querer recordar la cara
de una mujer mil veces besada,
en lugar de repasar sus párpados,
extraviarnos en la profundidad de su boca,
recuperar el doble salto de corza de sus cejas,
para nuestro desconcierto encontramos
solamente
un óvalo
balanceándose en el aire del pasado
como una fruta solitaria.
Entonces la memoria
en una desesperada maniobra de rescate,
emplea palabras verdes
como enebro
enredadera
boscaje
y se vale de una mandolina
como música de fondo
para lograr su restitución.
Pero el veredicto del tiempo es inapelable.
Y traicionero el trabajo del olvido.
Ahora te comprendo
dolorida Ginevra Benci,
cuando en la oscura sala de un museo
norteamericano miras hacia nadie,
sin esperanza, como una lámpara encendida
en pleno día,
soportando impasible
las parejas que pasan de largo sin detenerse a mirarte,
los cumplidos que hacen de otras madonnas.
De nada te ha valido tener la cara más perfecta,
la más delicada salida de manos de Leonardo,
porque cargas como una maldición
la marca indeleble
del óvalo
del olvido.
Res desollada
Rembrandt
Para Antonio López Ortega
Cómo sabes que me corrompe el aire.
Por qué te enamoraste de mi ahora que cuelgo
y enumeras cada una de mis costillas,
y con detenimiento observas los nudos de mis tendones
como si me hubieras visto alguna vez pastar entre los campos.
¿Acaso te reconoces en mis heridas?
Si esto llegara a ser cierto, hermano mío, entonces
déjame abrirme en carne viva
para mostrarte mi fragante entrada a la muerte.
Termina de una vez por todas, pintor de cara triste,
mira que muy pronto me llamarán pestilente
y me convertiré en la atracción de todas las moscas
de este matadero de Amsterdam.
La joven de la perla
Vermeer
Suplicantes me miran tus ojos
como las olas que en alta mar
preguntan entre espumas por sus islas
porque ese beso prohibido que todavía aturde
las vocales de nuestros labios
me ha condenado para siempre
a amarte a distancia y a ti,
a permanecer en dolorosa lejanía.
Antes de iluminar con tu perla
la sombra que te reclama y te castiga
te detienes para mirarme por última vez
pidiéndome que te haga compañía,
como si yo, impedido a este lado del tiempo,
pudiera acompañarte,
como si tú, atrapada en un cuarto
de la vieja ciudad de Delft,
hubieras olvidado por completo
que únicamente existes
para despedirte.
Katia leyendo
Balthus
No existe mayor placer en la vida
Katia, que espiarte
en las tardes de los sábados
cuando en tu cuarto lees solitaria
ese libro de pastas amarillas.
Por cada página que pasas
deslizas como un gato angora
las plantas de tus pies sobre la alfombra,
mientras tus piernas que suben
que bajan que se encogen que se estiran
van descorriendo poco a poco tu falda,
milímetro a milímetro,
hasta aproximarse peligrosamente a tu sexo,
a tu bahía secreta, a tu pócima mágica,
a tu jardín incluso por tí desconocido.
No existe otro placer en la vida
como éste, Katia, de los sábados
cuando espiándote detrás de una pared
esperamos el momento en que reconozcas
que la edad de la inocencia
ha llegado a su fin,
que por todo tu cuerpo una serpiente
te ofrece la más tentadora de las manzanas
y decidas entonces desnudarte y descubrir
con tus dedos y ante nuestros ojos
esa llama oculta que arde de deseo,
y mires desafiante con pavor y placer
el mundo al que ahora perteneces.
El mundo de Cristina
Andrew Wyeth
Es poco lo que sabemos de ti: que tu provincia se reduce a una casa de madera y a un granero situados en lo alto de una colina, que en los veranos tienes por costumbre contemplarlos a tres pájaros de distancia, apoyando tus brazos sobre la tierra como un templo al que se le hubieran torcido las columnas de los extremos, que allí, entre los tallos de trigo, no te visitan ángeles sino cientos de saltamontes, que tienes polio y que te llamas Cristina.
Si estos datos parecen suficientes, entonces por qué nos equivocamos durante tantos años creyendo que el día en que nos dejaras ver el color de tus ojos revelaríamos tu misterio, en lugar de pensar que las contadas cosas que miras detenidamente levantando la cabeza como una corza en la colina, te bastan de sobra para vivir.
Alejandro Obregón
Visitación en Cartagena (In memoriam)
Quizás fuera la precisa resonancia de la tarde,
el sol entre las hojas o el agua de oídas
lo que detuvo al Angel.
Tal vez hallara favorable la penumbra
para atreverse a cruzar el umbral.
Allí lo estaban esperando las cosas
impacientes de silencio.
Entonces apretó las frutas. En los enormes cubiertos
descubrió el constante trabajo de la sal.
Subió las escaleras y en el estudio
se entretuvo
imaginando la mano semejante
que pintaba animales voraces, lunas cegadoras,
jardines de hojas ponzoñosas, infinidad
de mujeres color violeta
y atardeceres atrapados en el tiempo
por el pico de un alcatraz.
Fue entonces cuando sintió
un resto de nostalgia humana,
cuando recordó la dulce
caducidad de las posesiones
y la momentánea eternidad que da su uso.
Descalzo sobre las baldosas frescas
el Angel se dirigió hacia el umbral
y antes de abrir las alas
se despidió para siempre de aquel que le dejó al mundo
lo que rabiosamente amaron sus ojos.
Noticia Biográfica
Ramón Cote Baraibar (1963). Ha publicado los libros: Poemas para una fosa común, Informe sobre el estado de los trenes en la antigua estación de delicias, El confuso trazado de las fundaciones, Botella papel, Colección privada (Premio Casa de América), Los fuegos obligados (Premio Unicaja de Poesía), Como quien dice adiós a lo perdido y la antología Hábito del tiempo.
Además, es autor de los libros de cuentos Páginas de en medio y Tres pisos más arriba, y de la biografía Goya, el pincel de la sombra. Sus artículos sobre arte y literatura han aparecido en diversas revistas nacionales e internacionales.