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Edición 47

Seis poetas del Siglo de Oro le cantan a la pintura



Es conocida la estrecha relación que existe entre la pintura y la poesí­a en el Siglo de Oro español. A continuación compartimos poemas de seis autores de esta época que nos dan una muestra variada pero consistente de dicha búsqueda por defender a la pintura desde la poesí­a y, así­ mismo, de nutrir la poesí­a a partir de elementos pictóricos.

 

 

 

 

Pedro Espinosa

 

Soneto a Antonio Mohedano pidiéndole que pinte a su dama

 

Pues son vuestros pinceles, Mohedano,

ministro del más vivo entendimiento,

almas que le dan vida al pensamiento

y lenguas con que habla vuestra mano,

 

copiad divino un ángel a lo humano

de aquella que se alegra en mi tormento,

porque tenga a quien dar del mal que siento

las quejas que se lleva el aire vano.

 

Cuando el original me diere enojos,

quejaréme al retrato, que esto medra

quien trata amor con quien crueldades usa.

 

Mas temo que quedéis, viendo sus ojos,

como quien vio a Campestre, o a Medusa:

enamorado, o convertido en piedra.

 

 

 

 

Luis de Góngora

 

Inscripción para el sepulcro de Dominico Greco

 

Esta en forma elegante, oh peregrino,

De pórfido luciente dura llave

El pincel niega al mundo más süave,

Que dio espí­ritu a leño, vida a lino.

 

Su nombre, aun de mayor aliento dino

Que en los clarines de la Fama cabe,

El campo ilustra de ese mármol grave.

Venérale, y prosigue tu camino.

 

Yace el Griego. Heredó Naturaleza

Arte, y el Arte, estudio; Iris, colores;

Febo, luces —si no sombras, Morfeo.—

 

Tanta urna, a pesar de su dureza,

Lágrimas beba y cuantos suda olores

Corteza funeral de árbol sabeo.

 

 

 

 

Lope de Vega

 

Que no es hombre el que no hace bien a nadie

 

Dos cosas despertaron mis antojos,

extrajeras, no al alma, a los sentidos;

Marino, gran pintor de los oí­dos,

y Rubens, gran poeta de los ojos.

 

Marino, fénix ya de sus despojos,

yace en Italia resistiendo olvidos;

Rubens, los héroes del pincel vencidos,

da gloria a Flandes y a la envidia enojos.

 

Mas ni de aquél la pluma, o la destreza

déste con el pincel pintar pudieran

un hombre que, pudiendo, a nadie ayuda.

 

Porque es tan desigual naturaleza,

que cuando a retratalle se atrevieran,

ser hombre o fiera, les pusiera en duda.

 

 

 

 

Francisco de Quevedo

 

Al pincel

 

Tú, si en cuerpo pequeño,

eres, pincel, competidor valiente

de la Naturaleza:

hácete el Arte dueño

de cuanto crece y siente.

Tuya es la gala, el precio y la belleza;

tú enmiendas de la muerte

la invidia, y restituyes ingenioso

cuanto borra cruel. Eres tan fuerte,

eres tan poderoso,

que en desprecio del Tiempo y de sus leyes,

y de la antigüedad ciega y escura,

del seno de la edad más apartada

restituyes los prí­ncipes y reyes,

la ilustre majestad y la hermosura

que huyó de la memoria sepultada.

 

Por ti, por tus conciertos

comunican los vivos con los muertos;

y a lo que fue en el dí­a,

a quien para volver niega la Hora

camino y paso, eres pies y guí­a,

con la ley que en el mundo se mejora.

Por ti el breve presente,

que aun ve apenas la espalda del pasado,

que huye de la vida arrebatado,

le comunica y trata frente a frente.

 

Los Césares se fueron

a no volver; los reyes y monarcas

el postrer paso irrevocable dieron;

y, siendo ya desprecio de las Parcas,

en manos de Protógenes y Apeles,

con nuevo parto de ingeniosa vida,

segundos padres fueron los pinceles.

¿Qué ciudad tan remota y escondida

dividen altos mares,

que, por merced, pincel, de tus colores,

no le miren los ojos,

gozando su hermosura en sus despojos?

Que en todos los lugares

son, con sólo mirar, habitadores.

Y los golfos temidos,

que hacen oí­r al cielo sus bramidos,

sin estrella navegan,

y a todas partes sin tormenta llegan.

 

Tú dispensas las leguas y jornadas,

pues todas las provincias apartadas,

con blando movimiento

en sus cí­rculos breves,

las camina la vista en un momento;

y tú solo te atreves

a engañar los mortales de manera,

que, del lienzo y la tabla lisnojera,

aguardan los sentidos que les quitas,

cuando hermosas cautelas acreditas.

Viose más de una vez Naturaleza

de animar lo pintado cudiciosa;

confesóse invidiosa

de ti, docto pincel, que la enseñaste,

en sutil lino estrecho,

cómo hiciera mejor lo que habí­a hecho.

Tú solo despreciaste

los conciertos del año y su gobierno,

y las leyes del dí­a,

pues las flores de abril das en hibierno,

y en mayo, con la nieve blanca y frí­a

los montes encaneces.

 

Ya se vio muchas veces,

¡oh pincel poderoso! en docta mano

mentir almas los lienzos de Ticiano.

Entre sus dedos vimos

nacer segunda vez, más hermosa,

aquella sin igual gallarda Rosa,

que tantas veces de la fama oí­mos.

Dos le hizo de una,

y dobló lisonjero su cuidado

al que, fiado en bárbara fortuna,

traí­a, por diadema, media luna

del cielo, a quien ofende coronado.

 

Contigo Urbino y Ángel tales fueron,

que hasta sus pensamientos engendraron,

pues, cuando los pintaron,

vida y alma les dieron.

Y el famoso español que no hablaba,

por dar su voz al lienzo que pintaba.

Por ti Richi ha podido,

docto, cuanto ingenioso,

en el rostro de Lí­cida hermoso,

con el naipe nacido,

criar en sus cabellos

oro, y estrellas en sus ojos bellos;

en sus mejillas, flores,

primavera y jardí­n de los amores;

y en su boca, las perlas,

riendo de quien piensa merecerlas.

Así­ que fue su mano,

con trenzas, ojos, dientes y mejillas,

Indias, cielo y verano,

escondiendo aun más altas maravillas,

o de invidioso de ellas

o de piedad del que llegase a vellas.

 

Por ti el lienzo suspira

y sin sentidos mira.

Tú sabes sacar risa, miedo y llanto

de la ruda madera, y puedes tanto,

que cercas de ira negra las entrañas

de Aquiles, y amenzas con sus manos

de nuevo a los troyanos,

que, sin peligro y con ingenio, engañas.

Vemos por ti en Lucrecia

la desesperación, que el honor precia;

de su sangre cubierto

el pecho, sin dolor alguno abierto.

Por ti el que ausente de su bien se aleja.

lleva (¡oh piedad inmensa!) lo que deja.

En ti se deposita

lo que la ausencia y lo que el tiempo quita.

 

Ya fue tiempo que hablaste,

y fuiste a los egipcios lengua muda.

Tú también enseñaste

en la primera edad, sencilla y ruda,

alta filosofí­a

en doctos hieroglí­ficos obscuros;

y los misterios puros

de ti la religión ciega aprendí­a.

Y tanto osaste (bien que fue dichoso

atrevimiento el tuyo, y religioso)

que de aquel Ser, que sin principio empieza

todas las cosas a que presta vida,

siendo sólo capaz de su grandeza,

sin que fuera de sí­ tenga medida;

de Aquel que siendo padre

de único parto con fecunda mente,

sin que en sustancia división le cuadre,

expirando igualmente

de amor correspondido,

el espí­ritu ardiente procedido:

de éste, pues, te atreviste

a examinar hurtada semejanza,

que de la devoción santa aprendiste

 

Tú animas la esperanza

y con sombra la alientas,

cuando lo que ella busca representas.

Y a la fe verdadera,

que mueve al cielo las veloces plantas,

la vista le adelantas

de los que cree y espera.

Con imágenes santas,

la caridad sus actos ejercita

en la deidad que tu artificio imita.

 

A ti deben los ojos

poder gozar mezclados

los que presentes son, y los pasados.

Tuya la gloria es y los despojos,

pues, breve punta, en los colores crí­as

cuanto el sol en el suelo,

y cuento en ellos trae y lleva el cielo.

 

 

 

 

Gabriel Bocángel

 

Retrato de Su Majestad por Martí­nez Montañés, esculpido en barro.

 

Ya el polvo no es rüina, sino aliento.

Ya lo inmortal de lo mortal se fí­a.

Aquí­ paro en acierto la porfí­a,

y esculpió sus ideas el intento.

 

Próvido elige el barro el instrumento,

buscando proporción a su osadí­a,

que, como a darle espí­ritu atendí­a,

atribuyó lo humano a su elemento.

 

Ya, pues, que le inspiró lo eterno al vulto,

donde vuelve a nacer el sol de Iberia,

le fí­a al barro el andaluz Lisipo.

 

Que el bronce y mármol presumieran culto

de los años por sólida materia,

y para eterno bástase Filipo.

 

 

 

 

Francisco Pacheco

 

A Diego de Silva Velasquez, pintor de nuestro católico Rey Filipo IV, habiendo pintado su retrato a caballo, le ofreció su suegro Francisco Pacheco, estando en Madrid, este soneto

 

Vuela, oh joven valiente, en la aventura

de tu raro principio, la privanza

honre la posesión, no la esperanza,

d’el lugar que alcanzaste en la pintura.

 

Aní­mete la augusta, alta figura

de el Monarca mayor que el orbe alcanza,

en cuyo aspecto teme la mudanza

aquél que tanta luz mirar procura.

 

Al calor deste sol tiempla tu vuelo,

y verás cuánto estiende tu memoria

la fama, por tu ingenio y tus pinceles.

 

Que el planeta benigno a tanto cielo,

tu nombre ilustrará con nueva gloria

pues es más que Alexandro y tú su Apeles.


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