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Edición 49

Yo en el fondo del mar. Selección de poemas de Alfonsina Storni



La inquietud del rosal

 

El rosal en su inquieto modo de florecer

va quemando la savia que alimenta su ser.

¡Fijaos en las rosas que caen del rosal:

Tantas son que la planta morirá de este mal!

El rosal no es adulto y su vida impaciente

se consume al dar flores precipitadamente.

 

 

 

 

Paz

 

Vamos hacia los árboles… el sueño

Se hará en nosotros por virtud celeste.

Vamos hacia los árboles; la noche

Nos será blanda, la tristeza leve.

 

Vamos hacia los árboles, el alma

Adormecida de perfume agreste.

Pero calla, no hables, sé piadoso;

No despiertes los pájaros que duermen.

 

 

 

 

Indolencia

 

A pesar de mí­ misma te amo; eres tan vano

como hermoso, y me dice, vigilante, el orgullo:

«¿Para esto elegí­as? Gusto bajo es el tuyo;

no te vendas a nada, ni a un perfil de romano»

 

Y me dicta el deseo, tenebroso y pagano,

de abrirte un ancho tajo por donde tu murmullo

vital fuera colado… Sólo muerto mi arrullo

más dulce te envolviera, buscando boca y mano.

 

¿Salomé rediviva? Son más pobres mis gestos.

Ya para cosas trágicas malos tiempos son éstos.

Yo soy la que incompleta vive siempre su vida.

 

Pues no pierde su lí­nea por una fiesta griega

y al acaso indeciso, ondulante, se pliega

con los ojos lejanos y el alma distraí­da.

 

 

 

 

Queja

 

Señor, mi queja es ésta,

Tú me comprenderás;

De amor me estoy muriendo,

Pero no puedo amar.

 

Persigo lo perfecto

En mí­ y en los demás,

Persigo lo perfecto

Para poder amar.

 

Me consumo en mi fuego,

¡Señor, piedad, piedad!

De amor me estoy muriendo,

¡Pero no puedo amar!

 

 

 

 

Dolor

 

Quisiera esta tarde divina de octubre

pasear por la orilla lejana del mar;

que la arena de oro, y las aguas verdes,

y los cielos puros me vieran pasar.

 

Ser alta, soberbia, perfecta, quisiera,

como una romana, para concordar

con las grandes olas, y las rocas muertas

y las anchas playas que ciñen el mar.

 

Con el paso lento, y los ojos frí­os

y la boca muda, dejarme llevar;

ver cómo se rompen las olas azules

contra los granitos y no parpadear;

ver cómo las aves rapaces se comen

los peces pequeños y no despertar;

pensar que pudieran las frágiles barcas

hundirse en las aguas y no suspirar;

ver que se adelanta, la garganta al aire,

el hombre más bello, no desear amar…

 

Perder la mirada, distraí­damente,

perderla y que nunca la vuelva a encontrar:

y, figura erguida, entre cielo y playa,

sentirme el olvido perenne del mar.

 

 

 

 

La caricia perdida

 

Se me va de los dedos la caricia sin causa,

se me va de los dedos… En el viento, al pasar,

la caricia que vaga sin destino ni objeto,

la caricia perdida ¿quién la recogerá?

 

Pude amar esta noche con piedad infinita,

pude amar al primero que acertara a llegar.

Nadie llega. Están solos los floridos senderos.

La caricia perdida, rodará… rodará…

 

Si en los ojos te besan esta noche, viajero,

si estremece las ramas un dulce suspirar,

si te oprime los dedos una mano pequeña

que te toma y te deja, que te logra y se va.

 

Si no ves esa mano, ni esa boca que besa,

si es el aire quien teje la ilusión de besar,

oh, viajero, que tienes como el cielo los ojos,

en el viento fundida, ¿me reconocerás?

 

 

 

 

¿Qué dirí­a?

 

¿Qué dirí­a la gente, recortada y vací­a,

si un dí­a fortuito, por ultra fantasí­a,

me tiñera el cabello de plateado y violeta,

usara pelo griego, cambiara la peineta

por cintillo de flores: miosotis o jazmines,

cantara por las calles al compás de violines,

o dijera mi verso recorriendo las plazas

libertado mi gusto de mortales mordazas?

 

¿Irí­an a mirarme temblando en las aceras?

¿Me quemarí­an como quemaron hechiceras?

¿Rogarí­an en coro, escuchando la misa?

En verdad que pensarlo me da un poco de risa.

 

 

 

 

Bien pudiera ser

 

Pudiera ser que todo lo que en verso he sentido

no fuera más que aquello que nunca pudo ser,

no fuera más que algo vedado y reprimido

de familia en familia, de mujer en mujer.

Dicen que en los solares de mi gente medido

estaba todo aquello que se debía hacer…

Dicen que silenciosas las mujeres han sido

de mi casa materna… ¡Ah!, bien pudiera ser…

A veces en mi madre apuntaron antojos

de liberarse, pero se le subió a los ojos

una honda amargura, y en la sombra lloró.

Y todo esto mordiente, vendido, mutilado,

todo esto que se hallaba en su alma encerrado,

pienso que, sin quererlo, lo he liberado yo.

 

 

 

 

Yo en el fondo del mar

 

En el fondo del mar

hay una casa

de cristal.

 

A una avenida

de madréporas

da.

 

Un gran pez de oro,

a las cinco,

me viene a saludar.

 

Me trae

un rojo ramo

de flores de coral.

 

Duermo en una cama

un poco más azul

que el mar.

 

Un pulpo

me hace guiños

a través del cristal.

 

En el bosque verde

que me circunda

–din don… din dan–

se balancean y cantan

las sirenas

de nácar verdemar.

 

Y sobre mi cabeza

arden, en el crepúsculo,

las erizadas puntas del mar.


Noticia Biográfica


Alfonsina Storni nació en Capriasca, Suiza, en 1892. En 1896 se trasladó con sus padres a Argentina. Luego de graduarse como maestra, ejerció la docencia en la ciudad de Rosario. En 1916 comenzó a frecuentar los cí­rculos literarios y dictó conferencias en Buenos Aires y Montevideo. Fue colaboradora de importantes revistas culturales como Nosotros y de periódicos como Crí­tica y La Nación. Hizo parte del grupo Anaconda con Horacio Quiroga y Enrique Amorí­n y obtuvo varios premios literarios.

Sus obras principales son: La inquietud del rosal (1916), El dulce daí±o (1918), Irremediablemente (1919), Lanqguidez (1920), Ocre (1920), Mundo de siete pozos (1934), y Mascarilla y trébol (1938). El 25 de octubre de 1938, ante el dolor que le producí­a una grave enfermedad, se suicidó arrojándose al mar de Mar del Plata, en la playa La Perla.



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