Edición 50
Daniel Calabrese: poesía de Argentina
El regresador
Aquello que terminó
está sucediendo todavía.
Aquel amor que fue regresa.
Porque todo lo que lleva sangre o música
tarde o temprano se reanuda.
Pero cuidado.
Mi carne te conoce,
mis dedos caminaron ya cien veces
en la luz dormida de tu cuerpo.
Y no es agua la sed.
No es suficiente
clavar un puñal en el cielo
para desatar una tormenta.
Ceda el paso
Hay que tener cuidado con las señales.
Este es un pueblo chico y siempre
ocurren algunas historias sencillas.
No falta el que bebe, como cree
que bebería Dylan Thomas si viviera,
y luego llega a su casa a medianoche
con los zapatos raspados, apuntando
una llave temblorosa con la mano.
Va dejando así una marca de luz
que permanece hasta que la borran
los faros de un automóvil
o simplemente se diluye en la humedad.
No falta el que bebe y después dice
que leyó completo En busca del tiempo perdido,
sí, completo, las siete novelas,
y que lloró al amanecer
frente a un mapa de Londres.
Tengan cuidado,
en la ruta de la entrada
suele cruzarse a veces un caballo,
algún rencor,
un árbol perdido.
Esto no es más que un pueblo chico,
aburrido y violento.
La enumeración
Once amigos y un traidor.
Un río extraño:
tal vez más ancho que largo.
Miles de calles cruzándose
y buscando el infinito
(sin embargo era una sola
y regresaba al origen).
Buena sangre,
para que circule la memoria.
Mala sangre,
para que además de circular
la memoria te haga luchar por algo.
Doscientas viejas cúpulas
y hasta ahí alcanzaban mis ojos
en esos años en que no sabía
alzar la vista.
Diez horas de ceguera
y los ciegos llenos de mi piedad relojera.
Un sombrero arrugado y vacío.
Una mesa, un paño,
un hombre encarcelado por la luz,
soñando con la brasa de una palabra lejana.
Agua, aire, tierra y fuego:
el ladrillo tiene los cuatro principios
(podemos construir,
estamos aptos para la escritura).
Mucha lluvia, todo el año,
así la ciudad que uno toca y oye
metido en el óxido
pueda verse cada día.
Once músicos, un traidor.
Una fosa.
Dos bolsas de huesos encontrados con las manos.
Un perro que entiende los ojos del hombre
y la tristeza del río que se trepa en la mirada.
Una mujer de hierro en cada plaza,
y que la lluvia tarde siglos
en llegarle al corazón.
Una mujer de hierro al costado de la vía.
esperando de su amor un fuego irreal,
con dos guantes de amianto.
Treinta libros viejos,
la mitad leídos, la mitad hecha pedazos.
Una rueda de hombres ocultos
tratando de encerrar el tiempo.
Once poetas, un traidor.
Cuatro estrellas y una cruz: el Sur.
La mitad redonda de la naranja.
El tratado de Piazolla sobre la ciudad,
y un cielo para las cosas: la tierra,
porque todo ahí es verdad.
El movimiento indiscutible de las piedras,
los mares y los zapatos.
Los surcos en la cara de los viejos.
La permanencia, que hasta ahora
no se mezcla entre los hombres.
El zapatero y los que puedan
ver las cosas con su propia luz.
Dos cuerpos: dos y dos
el que traemos puesto
el que llevamos para el impacto,
el otro, el otro,
y cuando se junten esos cuatro
sean dos (y dos en el espejo), dos
subiendo la escalera tomados de la mano
metidos en un cuerpo solo, cuatro piernas,
dos cabezas (ese monstruoso amor).
Voces de mando
A orillas del río Negro me dijeron
«traidor a la patria».
A la patria no.
Solo porque anduve en esos fondos de la noche
donde había luces rojas y pequeñas.
¿O acaso el país no llega
hasta el borde de los campamentos,
hasta esos cuerpos
que aparecen al encender un fósforo?
Cualquier cosa menos traidor.
Si llevé nada más que una radio,
una linterna,
y dormí bajo un árbol, sin permiso,
en la zona verde del país.
Traidor al sueño tampoco.
Y eso que soñé con las manos oxidadas
de mi madre aferrando un arma.
Y le digo más, la patria estaba llena
de mujeres que ni luz en los ojos tenían,
que ni frente, ni perfil,
y que había que darle unos tragos
para que no fueran fantasmas.
¿O no?
La carrera
Era la tierra.
Una simple expresión del alimento
con las cruces, los árboles,
sus pájaros migratorios,
el carbón escondido en la maleza.
Todos los años nos sentábamos
en un bote abandonado a la orilla del campo
y remábamos un rato,
todos los años,
cada día primero de noviembre.
El bote no avanzaba mucho
sobre el camino de greda.
Apenas unos metros, con esfuerzo,
y entonces nos sentíamos tan cansados,
listos para olvidarnos del amor, de las llagas,
de los perros que ladran en el pecho.
Dimos muchas vueltas alrededor del sol
en ese río de barro trajinado
contra una luz espesa.
Ahora eché raíces en el tiempo.
Ahora estoy quieto y es mejor que sigas
viajando hacia atrás
como viajan los postes, como viajan
las piedras oscuras de la orilla.
Mejor que te quedes tranquila
porque va muy lento el horizonte
y cuando por fin entiendas la carrera
estaremos listos,
fugados del terreno pegajoso,
donde sufren los ojos y se apagan las manos.
El tanque australiano
El viento golpeó toda la tarde
en las paletas del molino que arrancaba
el agua turbia de las napas.
Se fue llenando así un estanque de latas curvas,
hasta que casi desbordó
y, con mi padre, nos quedamos
hechos unos estúpidos mirando el agua revuelta
como si viéramos el mar.
Al girar la bóveda, comenzó a llegar la noche.
Ya no se extrajo el agua, se apagó el viento.
Algunos puntos de luz brotaron
en su espejo negro.
Se oyeron los grillos del verano,
un ladrido agónico a lo lejos.
Ésa es «La Cruz del Sur», me dijo y señaló
despacio, como si temiera espantarla
con su brazo suspendido sobre el agua.
Y aquella formación: «El Puñal de la Mazorca».
Los ladridos se multiplicaron.
Yo pensaba en el rostro de mi madre.
Pensaba en sus ojos ya enterrados.
Me despedí de todo y entré.
Estaba muy fría el agua
y poco a poco fue embebiendo mi ropa
hasta que dejé de flotar.
No sé cuántos días transcurrieron mientras
me hundía en el silencio.
Recordé que en el «Paraíso» del Dante
no se describen sonidos,
pero eso qué podía importar.
Era un mundo sin horizonte:
por más que buscaba alrededor,
el horizonte no aparecía.
Desaparecieron, finalmente,
la luz y el tiempo.
Hasta que las aspas del molino
giraron de nuevo.
Cada succión del agua de la tierra
traía, como un golpe de remo, los recuerdos,
uno tras otro:
la bicicleta, el camino de tierra,
la puerta quejumbrosa de la casa
las veredas del pueblo desbordadas por la grama.
El motor de algún camión sobre la Ruta Dos
ahogaba unos minutos el coro de las ranas.
Todo era redondo: el horizonte
no aparecía.
Y tuve que emerger después de muchos años.
Las cosas siguen igual pero nadie me reconoce.
Ahora voy por el parque, junto al cementerio,
a visitar sus ojos ya enterrados.
Es muy grato caminar al sol
después de estar metido en el agua tanto tiempo.
Una carrera con Platón
Antes de hablar alzaba una mano
para sujetarse el pecho,
a riesgo de hacerlo en un estilo trágico,
y de siete pitadas agotaba un cigarrillo.
Esa tarde encendió el motor
de su viejo automóvil
y se acostó en el pasto a escucharlo
una y otra vez.
Un alambre coincidía con el horizonte
donde se posaban unos pájaros enormes
y el hilo de la tierra se encorvaba.
Cuando alzaban vuelo, de repente,
el alambre subía y bajaba, entre el cielo y el suelo,
en eso que llaman la marcha dialéctica.
Y nadie era capaz de seguirlo.
Siete pitadas feroces: otro cigarrillo
El motor hablaba espesamente del silencio,
como si lo más oscuro del ser
encendiera con una llave de contacto.
Un viejo automóvil
detenido en el mejor momento de su vida.
Obra
Esta clase de estructura es muy compleja.
Nunca se construyó algo parecido
y ya sentimos la presión por terminar a tiempo.
El dios de la muerte sigue acumulando muerte.
El dios de la risa sigue acumulando risa.
Iba a ser de hierro, de tungsteno,
con los balcones caídos
como las tetas de una perra vieja
y con algunas plantas amarillas por aquí,
por allá.
Iba a ser de nada, o tal vez apenas
más concreta: de luz
con ausencia de martillazos y un soporte
que dudamos sublimar entre la música
y los suicidios con gas.
No hubo mejor amor que el de la psicodelia,
pero llegamos a destiempo,
ligeramente niños.
El dios del miedo nos vendió los seguros.
El dios del absurdo sigue acumulando gente.
Noticia Biográfica
Daniel Calabrese nació en Dolores, Argentina, en 1962. Publicó: La faz errante (Premio Alfonsina, Mar del Plata, 1989), Futura Ceniza (Barcelona, 1994), Escritura en un ladrillo, (espaí±ol/japonés, Kyoto, 1996), Singladuras (espaí±ol/inglés, Fairfield, 1997), Oxidario (Premio del Fondo Nacional de las Artes, Buenos Aires, 2001), y Ruta Dos (Premio Revista de Libros, Santiago de Chile, 2013, y nominado al Premio Camaiore Internazionale, italiano/espaí±ol, Roma, 2015). Traducido al inglés, italiano, y japonés. Fundador y director de í†rea, Anuario Hispanoamericano de Poesía. Reside en Santiago de Chile desde 1991.